Cuando
Ambrose Bierce, aún jovencito, cercenó con un hacha el pie derecho de uno de
sus también jóvenes hermanos, posiblemente estaba reafirmándose en su propia
estela de personaje literario, a la par que esbozando el prototipo de uno
cualquiera de los caracteres que recorrerían con posterioridad sus narraciones.
No resulta raro, entonces, leer en alguno de sus cuentos, escrito varios años
más tarde, fragmentos plenos de memoria y de experiencia como este: «Encontré a mi tío arrodillado, esquilando
una oveja. Viendo que no tenía a mano rifle ni pistola no tuve ánimo para
disparar, así que me acerqué, lo saludé amablemente y le di un buen golpe en la
cabeza con la culata del rifle. Antes de que pudiera recuperar el uso de sus
miembros, cogí el cuchillo que él había estado usando y le corté los tendones.
Ustedes saben, sin duda, que cuando se corta el tendo Achillis, la víctima pierde el uso de su pierna.» («Mi
crimen favorito», en El club de los parricidas).
En
la pequeña casa —cabaña, en realidad— de Ambrose Bierce en Horse Cave Creek
(Ohio) resultaba, desde luego, más sencillo encontrar un hacha que un libro. En
realidad, las de la Biblia eran las únicas palabras impresas que podían
conseguirse en la inhóspita cabaña, a excepción de algunos libros clásicos y
varios poemarios de Byron, a quien al parecer el estricto padre de Ambrose
Bierce —un granjero de Connecticut— era
aficionado. Varios miembros de la familia Bierce se encargaron de lograr que
aquel precario entorno se convirtiera en un hogar singular, no sin ciertos
toques sórdidos. Empezando por el pater familias, llamado Marcus
Aurelius (y cuyo hermano se llamaba, en buena lógica, Lucius Verus), que
bautizó a sus trece hijos con nombres que comenzaban invariablemente por la
letra primera del alfabeto; Marcus Aurelius, por lo demás, vivía en una
perpetua alucinación que le hacía creerse ex secretario de un presidente
norteamericano cuyos supuestos secretos desvelaba sólo en reuniones familiares
especiales. La madre, por su parte, cooperaba al sostenimiento de la economía
doméstica con procedimientos no del todo claros. Uno de los hermanos escapó del
opresivo entrono de sus progenitores para acabar sus días sirviendo de espectáculo
de feria. Otra hermana, misionera en África, halló el fin de su existencia en
la cazuela de una tribu de antropófagos a la que previamente había intentado
convertir al calvinismo. Por no hablar de las excéntricas tendencias del
pequeño Ambrose, quien habría de ser uno de los más extravagantes miembros de
la familia; así, por ejemplo, él mismo confesó que su precoz iniciación en los
dominios de Venus vino al parecer de la mano de una culta y atractiva mujer de
más de setenta años.
En
cuanto a su obra (por otro lado muy vinculada con la muerte, tema estético
fundamental, en la línea más elegante del mejor Thomas de Quincey), su práctica
totalidad reposa sobre una base de experiencia, al tiempo que presenta una
inclinación desmedidamente obsesiva, dramáticamente hiperbólica y brutalmente
corrosiva. El conjunto de relatos que conforman el ya citado El club de los
parricidas recoge asesinatos en medios rurales y hostiles, surcados por
individuos de personalidad siniestra.
Las
vivencias de la guerra tampoco fueron ajenas al quehacer literario de Bierce, quien
había tenido experiencias militares desde bien joven: primero, en una absurda y
frustrada expedición a Canadá, dirigida por su tío Lucius Verus, que tenía por
objeto liberar a los indígenas de la opresión británica; más tarde, con
diecinueve años, en la Guerra de Secesión, en el bando de los federales, de donde
salió gravemente herido. A esta tanda vital y temática pertenecerá El puente sobre el río del Búho,
narración que, a caballo entre el sueño y lo real, y siendo una de las más
logradas del norteamericano, fascinará después a Borges y a Cortázar.
Después
de la guerra, Ambrose Bierce se dedica a la escritura profesional, primero como
periodista, suscitando incluso el interés del magnate de la prensa William
Randolph Hearst, y más tarde como crítico y narrador. Tras adoptar varios
pseudónimos, acaba apodado en el ámbito literario como «Bitter Bierce» —Bierce
el Amargo— por la fusta implacable de su pluma. Tras múltiples viajes, y
sintiéndose ya cansado y enfermo, regresó de modo definitivo a Estados Unidos,
donde aún hubo de sufrir el abandono de su esposa y la muerte de sus hijos, uno
de ellos entregado al alcohol y el otro en una disputa callejera por una mujer.
Con 71 años se interesó por la revolución mexicana y allí, engrosando las
huestes de los devotos de Pancho Villa, se le perdió la pista, sin noticias
exactas del momento y circunstancias de su muerte, sobrevenida tal vez, solo
tal vez, en 1914.
De
la política ofrece Bierce la siguiente definición en su Diccionario del
Diablo: «Lucha de intereses
enmascarada como enfrentamiento de principios. Conducción de los asuntos
públicos en busca de ventajas personales». En el mismo Diccionario,
un ministro es un «agente de un poder
superior que tiene una responsabilidad inferior. Su principal calificación es
la capacidad para la mentira verosímil; en esta materia es apenas inferior a un
embajador». Precisamente el Diccionario del Diablo, que cuenta con poco más de cien años desde
su publicación, supone una de las obras más emblemáticas y reconocidas de
Ambrose Bierce, y tal vez una de las más actuales por la penosa vigencia de sus
cáusticas definiciones. Tampoco debe pasarse por alto que algunas de sus obras
hoy menos frecuentadas, como los Cuentos de soldados, constituyen un acerado
retrato de los peores instintos de la guerra; tal vez por ello encontraron en
su momento múltiples dificultades para su publicación. La limpieza de su prosa,
lo atroz de sus pesadillas y lo certero de sus demoledores juicios hacen de
Ambrose Bierce un escribiente del Diablo que con suma simpatía nos recuerda que
el mal acecha sin cesar y no hay que bajar la guardia.
PARA ESPIAR
Ambrose Bierce: Cuentos de soldados. Cuentos inquietantes. Cuentos negros. Diccionario
del Diablo. Alianza Editorial, 2011. 4 vols.
Estuche
que recopila cuatro de las obras más señeras del escritor de Ohio, entre ellas
su imprescindible y misántropo ‘Diccionario del Diablo’, título cuajado de
desternillantes a la vez que ácidas definiciones de objetos, situaciones y
desempeños de la vida cotidiana. El resto de títulos se corresponden con otras
tantas antologías de cuentos en los que destaca el humor negro, la
incertidumbre, el desasosiego y un sutil coqueteo con la muerte en sus más
absurdas manifestaciones. La soltura de su pluma ha merecido para el autor el
apodo de «Samuel Johnson de la Costa Oeste», a pesar de que la crítica también ha
sido inclemente con él en numerosas ocasiones. En suma, se trata de un autor
clásico de la literatura norteamericana, con un estilo absolutamente ingenioso
y particular, que merece la pena encontrarse en toda biblioteca.