ETERNA Y SIMBÓLICA NUMANCIA

En este fin de semana hemos tenido ocasión de asistir en la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Santander a la versión de El cerco de Numancia dirigida por Paco Carrillo y con texto adaptado por Florián Recio. La obra ya había cerrado con éxito el Festival de Mérida del pasado año 2015, y desde entonces ha venido girando por diversos escenarios españoles hasta llegar al fin a nuestra ciudad.
El cerco de Numancia o La Numancia, a secas, como suele ser más conocida, fue en su momento, en el siglo XVI, una tragedia de cierto interés, concebida por Cervantes más con intención de laurear a su rey y denunciar los abusos del poder coetáneo que de reproducir un asunto de Historia Romana o de ensalzar un mero sentimiento nacionalista de la Antigüedad. Desde el punto de vista formal, La Numancia presenta una composición métrica a base de estrofas diversas —que Recio no conserva— y subraya el protagonismo colectivo de la ciudad asediada en uno de los episodios no por victoriosos más gloriosos del Imperio. Así pues, el propio Cervantes no escribió una tragedia de inspiración clásica sino una obra instrumental, simbólica, y este es el espíritu que, si bien remotamente, rescata Carrillo en su montaje.
Sin duda, los espectadores de los tiempos de Cervantes debían de parecer a su autor más inteligentes que los contemporáneos a Carrillo —y tantos otros—, pues si el áureo no introdujo acotación ni subtítulo alguno ad hoc, Carrillo se esfuerza en cambio de forma notable en subrayar las tropelías del soberbio poder descontrolado con imágenes de políticos actuales proyectados en pantallas laterales, como si no entendiéramos desde la primera intervención del coro que sí, que la historia que nos van a contar es eterna, cíclica —por no decir continua— y que los imperios y los poderosos van a seguir machacando a la chusma hasta el fin de los tiempos. Nos cansa ya un poco que incluso los autores teatrales —cuya base de trabajo es eminentemente textual— sigan pensando que una imagen vale más que mil palabras y que por ello proliferen como hongos en los escenarios las pantallas de proyección. En fin.
Y sin embargo, a pesar de lo actual y encomiable del mensaje, el montaje no acaba de conmover. A mí me emociona mucho más la transcripción literal que del terrible hecho histórico hace Tito Livio que este montaje teatral. Tal vez porque cuando leo a Tito Livio estoy leyendo una gran prosa y la sitúo en su contexto y la comprendo en su fiera realidad, y cuando veo el montaje de Paco Carrillo todo me suena a impostado y forzado por su pretendido dogmatismo; también me sobran los ruidos y las luces excesivas en un campo que debió de ser más bien sombrío. Resultaron especialmente impactantes las escenas del coro más que las de personajes, aun mostrando todos ellos —un elenco de nueve actores— la debida corrección. Las escenas principales tienen como protagonista a un buen Malandro (Manuel Menárquez) y a un Escipión (Fernando Ramos) resuelto aunque un tanto grandilocuente.
En suma, un montaje más atento al mensaje que a Numancia, que se deja ver pero que no entusiasma.