En su precioso libro sobre los imperios del
Mediterráneo en la época de Felipe II, mi admirado Fernand Braudel habla de las
siempre tensas relaciones entre España y Francia en los siglos XVI y
XVII; en ese libro, que disfruté hace ya unos cuantos años, se mencionaba un
texto malévolo que circulaba por la Francia de 1608, una sátira de Simon Bolard
llamada Emblemas
sobre las acciones, perfecciones y costumbres del señor español, en que la especie ibérica es comparada con todos los animales más
sucios y abominables que imaginar quepa. Y miren por dónde me vuelvo a
encontrar con la cita de ese simpático libelo de odio secular en el montaje À
l’espagnole que nos han presentado en la noche del martes el bien conocido
ensemble Accademia del Piacere y la Compañía de Antonio Ruz, en el contexto del
Festival Internacional de Santander y en coproducción con la UIMP.
La propuesta de Accademia y Ruz es arriesgada:
poner música y movimiento a unos siglos geniales y convulsos no es tarea fácil,
menos aún acercar posturas entre dos imperios y nacionalidades extremas y
exageradamente distantes, a pesar de que su cultura estaba recíprocamente más
contaminada de lo que ambos quisieran admitir.
Con tales mimbres, y a partir de una selección de
piezas en su mayoría de compositores franceses —a excepción de Briceño y
Telemann, si bien en ambos casos el programa se decanta con coherencia por
tonos franceses (no olvidemos que Briceño otorga dignidad a la guitarra
española en Francia) y por la emocionante chacona del Quattuor Parisien núm.
12 del de Magdeburgo, sin duda más española que parisina— la Accademia del
Piacere pone banda sonora de lujo a un concepto un poco burlesco, un poco
lúdico, un poco reivindicativo y un mucho transgresor, histórico y estético que
es el que aporta la Compañía de Ruz. Y es que el cuerpo de baile opta por
combinar recitados, guiños a la corte del Rey Sol y sus fastuosas fiestas con
conciertos dirigidos con el bastón del inexcusable Lully, representaciones fugazmente estáticas de cuadros de Goya, Velázquez, Delacroix, Géricault… en una suerte de
viaje artístico en el tiempo del eterno e incurable «y sin embargo te quiero»
entre España y Francia. La propuesta, por lo demás, quiere contextualizarse
adecuadamente, haciendo uso de una tenue iluminación, como cada vez con más
frecuencia se observa en los montajes de óperas barrocas, respetuosos con el
alumbrado original con velas.
El resultado de tan singular maridaje es en líneas
generales positivo: la danza es a ratos sobria, a ratos ocurrente, y la música
es absolutamente maravillosa. Todos los intérpretes están excelentes en escena.
No obstante, deben apuntarse un par de peros: por una parte, la amplificación
del sonido, aun siendo necesaria para no verse la música acallada con el trajín de los
bailarines, perjudicó su percepción, que se escuchó un tanto apelmazada e
indiferenciada. Por otro lado, hubo momentos de exceso de presencia en el
escenario: el ensemble y el cuerpo de baile al completo proporcionaban
demasiada información, una suerte de saturación sinestésica para el oído y la
vista que impedía atender al conjunto de la propuesta. El espectáculo, sin
duda, funciona mejor desde una perspectiva de gran público que desde una
posición purista; lo que no le atribuye un carácter mejor ni peor, sino que aquí
simplemente se observa a modo de constatación.
Instrumentalmente, a pesar del pérfido influjo de
la amplificación ya mencionada, debe subrayarse el magnífico quehacer de un
ensemble cuyo repertorio fue in crescendo en dificultad técnica y
belleza musical. Los hermanos Alqhai, Johanna Rose, Miren Zeberio, Javier Núñez,
Miguel Rincón y Pedro Estevan dieron lo mejor de sí, incluso con logrados
guiños contemporáneos de improvisación y heterodoxa ornamentación. La intervención
de la soprano Mariví Blasco fue breve pero exquisita, con su timbre sedoso
habitual, y además se implicó con bailes y acrobacias imposibles en sus
presencias escénicas. El ensemble fue adelgazándose progresivamente hasta
terminar con un Fahmi Alqhai solista, quien nos regaló un denso Couperin, y ya
después un sentidísimo y reflexivo Marais (delicioso ‘Preludio’ del Libro III
de Piezas de Viola) y un Telemann emocionante y envolvente, como una liberadora
catarsis final de exaltada, purísima musicalidad tras la algarabía precedente.