ARNICHES PARA SORDOS


Nunca acabaré de entender por qué, si se quiere montar una obra comercial para que un determinado público se ría y hacer taquilla, se apela a un clásico, sea de la época que sea, y se le despoja sin piedad de su esencia. Un ejemplo lamentable de tal proceder se ha visto este fin de semana en el Palacio de Festivales, con motivo de la resurrección de Los caciques, obra de comienzos del XX salida del ingenio del sainetista Carlos Arniches. En esta ocasión, Lázaro se levantó pero no anduvo, más bien se arrastró penosamente por las tablas, causando vergüenza ajena.
A partir de un texto jibarizado en escenas y personajes, a la vez que «modernizado» —qué manía— con multitud de giros propios de la época contemporánea —y absolutamente impropios en el contexto real de la obra—, se nos presenta una caricatura con pretensiones de «tocar» al gran público en un momento sensible en esta España nuestra, aquejada de corruptelas, conflictos, crispación y campaña electoral. El propósito es burdo, pero los instrumentos más: la introducción de torpes muletillas en el texto, el empleo de recursos paupérrimos como la pantalla de proyecciones para colarnos un paisajito y un par de cutres noticiarios, la aspaventera ridiculización de unos personajes que declaman con denuedo a unos espectadores que deben considerar sordos; sordos de oído y tal vez también de mente... Mejor no sigo.
Por lo demás, por mucho esfuerzo que se haga, no es posible tragar con unos personajes con peluca, vestidos con trajes de 1970 y zapatos de 2015, que se desempeñan como en la España de posguerra y que hablan de discos duros y ley de transparencia mientras de fondo suena incesante un pasodoble. Los divanes de prostíbulo que «decoran» la suite del hotel me aturdieron: fui incapaz de situarlos en el tiempo. No hubiera sorprendido que apareciera también una gallina.
Es una lástima que un buen elenco de actores se haya malogrado con una pésima dirección y un concepto tan erróneo de Ángel Fernández Montesinos. En especial Juan Calot, Marisol Ayuso y Fernando Conde tienen raza, se les escapa el buen hacer, pero se les ahoga en el fragor de gritos y estrambotes. En cambio, de Elena Román y Alejandro Navamuel no diré más sino que están a la altura del montaje.
Por lo demás, espectadora cautiva y desarmada, me llevé dos sustos: uno fue la aparición de Juanjo Seoane en el escenario, que invariable e innecesariamente intenta seducirnos con su presencia inaugural en todas y cada una de sus producciones; el otro, la espantosa sombra negra proyectada en la pantalla como colofón de la obra. Cosas que no se olvidan.