Establecer las fronteras entre los
dominios del sueño, la realidad y la alucinación no siempre es fácil. A veces
incluso esas fronteras son prácticamente inexistentes, convirtiendo en un
continuum lo que de otro modo debería estar diferenciado, para no llegar a caer
en el absurdo. La calma mágica, obra de Alfredo Sanzol producida por el
Centro Dramático Nacional y Tanttaka Teatroa, y representada esta semana en
CASYC dentro del marco de actividades culturales de la UIMP, aborda
precisamente lo frágil de esos límites y el surrealismo tragicómico a la vez
que inquietante a que puede conducir esa indefinición de estados.
Concebida como una suerte de
homenaje a su padre fallecido, también como una liberación de traviesos duendes
de su subconsciente, Sanzol nos sitúa desde el comienzo de su obra en un
territorio confuso, que parece real pero que por momentos va adentrándose en
los pasajes de lo onírico y multiplicándose como si de un equívoco juego de
espejos o muñecas rusas se tratara. Los caracteres, todos ellos, están
acometidos por una realidad que súbitamente cambia al entrar en contacto con
los mundos tangenciales que los rodean. La calma mágica, título capcioso y sugerente para
el espectador, y desde un entorno escénico desnudo a excepción de dos pasillos y un vano
oscuro por el que entran y salen todos los personajes, muestra a cinco individuos que van escalando cotas de paroxismo, inseguridad y hasta
crueldad a medida que la obra avanza, algo que el director consigue con matemática
precisión y ritmo implacable. A partir de un hecho cotidiano y ridículo —una
grabación de móvil que se convierte en la excusa esencial de todo lo que en
escena acontece— van surgiendo los temas que verdaderamente sustentan la obra,
que no son sino la constante contradicción del ser humano en sus anhelos y
elecciones y una melancólica percepción de que
«el mundo no está bien hecho» ni
puede estarlo, lo mismo en la realidad que en la ficción.
Los actores están excelentes, todos
sin excepción: Iñaki Rikarte como hipocondríaco Oliver; Martxelo Rubio como Martín, depredador machote que acaba por
encontrar la horma de su zapato; Sandra Ferrús es una Olivia libre y entrañable;
Mireia Gabilondo como Olga, empresaria que saca a relucir sus peores instintos desde
la máxima dulzura; y Aitziber Garmendia en un fugaz papel de abogada, no por
fugaz sin enjundia. Tal vez debe citarse también al magnífico elefante rosa que
acaba de poner la guinda al caótico pastel trazado por Sanzol. La apelación final
a la intervención paterna desde el más allá no nos convence demasiado por extemporánea,
pero se disculpa por ser el objetivo con que La calma mágica nació.