Cuando se asiste a
un concierto de Grigory Sokolov se tiene la sensación de no saber distinguir
muy bien al piano del pianista o, dicho de otro modo, es tal la variedad de
registros, voces y colores que el instrumento exhibe que parece que se
manifestara independientemente y por su propia voluntad. Pero no. Son las manos
de Sokolov, inmunes al paso de los años, las que extraen del piano tan
sorprendente lenguaje.
Sokolov es uno de
los mayores pianistas no ya del mundo sino de la historia de la música,
testimonio aún vivo de una forma de tocar que ya no regresará; un músico de la
vieja escuela, que huye de los estudios y del mercadeo, sólido, sin
aspavientos, conmocionante. Una vez que se le escucha nada vuelve a ser igual.
Me ocurrió hace años, la primera vez que lo vi, y me volvió a ocurrir el miércoles
en el concierto que ofreció en la Sala Argenta dentro del Festival Internacional,
con su trípode perfectamente armado: Bach, Beethoven y Schubert. O más
exactamente, su Bach, su Beethoven y su Schubert. Porque Sokolov, con luz muy
baja, hace suyo lo que toca y además logra que el piano, con ajustadísima
intervención del pedal, susurre cosas que otros no le saben sonsacar.
Bach resultó intimista y pleno de ornamentos improvisados y matices aun desde una
interpretación contemporánea deudora del Gould más introvertido, sin renunciar
a la precisión que «dios» requiere; un Bach sorprendentemente menos virtuoso
que ensimismado, teniendo en cuenta que al fin y al cabo la Partita 1, BWV 825,
es un austero ejercicio de teclado. Beethoven fue, en gran contraste, una auténtica
explosión de color e intensidad en el Presto de la Sonata núm. 7, con el que el
pianista ruso nos clavó en la butaca para a continuación sumergirnos en una
hondísima melancolía con el bellísimo Largo de esta sonata temprana, tan trágica
como grácil y coqueta, que en las manos orfebres de Sokolov adquirió una
inefable profundidad más próxima a etapas posteriores del músico de Bonn. En la
segunda parte de la noche el ruso dio buena y contrastada cuenta del sufriente Schubert
de la Sonata op. 143, recién diagnosticado de sífilis (1823), en un inteligente
equilibrio con los elegantísimos Seis Momentos Musicales posteriores. Tras dos
horas de asombrosa digitación, claridad de líneas, articulación impoluta y pasmoso
calado interpretativo, tenía que llegar otro clásico del sampeterburgués: la
tanda de propinas —siempre son seis— con que el pianista enardece al público,
en este caso con delicadísimas muestras de Chopin no por breves menos
exquisitas. Una noche para recordar durante años.