DESTELLOS DE AMOR EN LA PENUMBRA


La complejidad del ser humano se construye a base de sentimientos contrarios. Nadie puede cuestionar que el amor en sus diversas manifestaciones –romántico, carnal, maternal, amical, admirativo, ensimismado, hasta ilusorio– es uno de los más poderosos motores de la personalidad humana. Sin embargo, ese amor en sus múltiples tipologías se sustenta sobre otras experiencias sensibles no menos intensas e incluso contrapuestas con las que paradójicamente convive, y que podríamos sintetizar en tres por su extraordinaria relevancia: el miedo, la duda y la melancolía. Estas tres experiencias tienen en común un rasgo: la oscuridad, que es a la vez simbólica y palpable. Simbólica porque, frente a la claridad que emana del amor —«la luz es más antigua que el amor», por recordar la pertinente novela de Ricardo Menéndez Salmón—, el miedo, la duda y la melancolía encuentran acomodo en la tiniebla del desconocimiento, la incertidumbre y el tormento; palpable porque también las tres hallan propiciatorio celestinaje en el marco de la noche.
Amor y amores, sexualidad, deseo, temor, melancolía, sueño y sueños, oscuridad y noche, se dan la mano en un itinerario fascinante trazado por Pascal Quignard en su recentísimo título La noche sexual. El propio libro y su denominación tienen su historia: la edición española, publicada en Editorial Funambulista, es en realidad primera traducción (un auténtico ejercicio de acrobacia, dicho sea de paso, realizado por Paz Gómez Moreno) de La nuit sexuelle, aparecido en Francia ya en 2007, y supone un compendio de reflexiones desgranadas en veintisiete capítulos, surgidas a partir de más de dos centenares de imágenes mayoritariamente oscuras —‘nocturnos’, diríamos, por usar un término técnico más ajustado— de toda época y procedencia, recopiladas por Quignard en sus visitas a museos y en resquicios de su propia memoria como apasionado de la Historia del Arte. La noche sexual, por tanto, es traducción imposible de ‘nocturno sexual’, estampas artísticas de temática predominantemente ligada al sexo —aunque no en exclusiva— en las que, además, la oscuridad desempeña un papel esencial. En la génesis del libro se esconde el espanto de Quignard ante una ley norteamericana que se estaba debatiendo en Estados Unidos durante un viaje que el autor realizó al país en 2005: una ley restrictiva de la libertad de expresión, una ley sobre la decencia de los medios de comunicación o, más exactamente, una ley «contra las imágenes indecentes», en palabras de Quignard.
Quien busque morbo en las páginas de La noche sexual podría sentirse decepcionado. No así quien tenga la necesidad de hallar respuestas o incluso una mera formulación de esas preguntas trascendentes que nos acompañan a lo largo de nuestro decurso vital, y que en ocasiones nos enardecen, en otras nos entristecen. El libro parte de una inquietud profunda del ser humano, de una sensación de carencia que Quignard es capaz de localizar en un momento muy concreto: «Yo no estaba allí la noche en que fui concebido. Una imagen falta en el alma. Dependemos de una postura que tuvo lugar necesariamente, pero que nunca se revelará a nuestros ojos. A esta imagen que falta la llamamos el origen». El coito iniciático que nos trae a la luz se produce en la noche, da lo mismo si real o figurada, porque la oscuridad se cierne indefectiblemente sobre los amantes que conciben. El origen de nuestra vida es, pues, nocturno, y también nuestros primeros meses de existencia en la sombría caverna materna. Así se desprende incluso de la lengua, de la propia expresión ‘dar a luz’.
La doble dirección amor maternal – amor filial es en el ser humano tan fundamental como tortuosa, y se inicia ya en el seno de la madre. «¿Por qué el porqué del pasado obsesiona a la primera infancia? ¿Por qué los niños se preguntan sobre lo que había antes de que ellos fueran? La pregunta que todos los niños hacen a quienes los engendraron (al menos de la manera inverosímil en que ellos imaginan que los engendraron): ¿Me queríais ya antes de que estuviese?». De ese incierto dolor brota para Quignard nuestra melancolía, cuya etimología griega, por cierto, nos sitúa de nuevo en la oscuridad: ‘melaina chole’ es agua negra. Oscura es el agua de la tristeza y la del útero materno cuyo recuerdo nos compaña permanentemente, hasta el punto de que la depresión supone un deseo de retorno a ese lugar en el que todo era estable y no amenazador: una ‘mèrancolie’, o nostálgica melancolía de la madre, por usar el término del poeta Charles d’Orléans.
La imaginería erótico-nocturna asociada al Cristianismo, los vestigios sexuales presentes en Lascaux, la peculiar relación entre tacto, oscuridad y sexo en María Magdalena, el tórrido  puente entre simiente y muerte en la literatura y la mitología, la conciencia sexual de la ausencia en Leonardo, La Tour, Caravaggio, Courbet, Goya, Honthorst o Géricault, el voyeurismo a cubierto, las obsesiones de Shitao en la China del siglo XVII, el origen nebuloso del deseo… todo ello lo trae Quignard a nuestras manos para perfilar un panorama inquietante sobre nuestra relación con el amor y sus turbios alrededores, gozosos y sufrientes, destellos en mitad de la penumbra.