DINOSAURIOS, BOHEMIA, TUMBAS Y OTRAS LETRAS

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. En efecto, el dinosaurio esperpéntico que encarnaron los fastos fallidos del 2016 sigue coleando en formas paleozoicas en nuestro Callejón del Gato: Hay un magno edificio que va a elevar la cultura que agoniza en esta ciudad minúscula, tan minúscula en sus logros que no aparece en ningún mapa cultural decente. Hay un informe supuestamente sólido, o más bien gaseoso, que —dejando a un lado el autobombo que exhala— contiene referentes caducados y caducos, omite con alevosía nombres e iniciativas esperanzadores de nuestra contemporaneidad, remite a soluciones de gestión inviables por periclitadas hace décadas y persigue bochornosamente la aprobación de una mano amiga —es decir, todo un Informe Sobre y Para Ciegos—. Hay un comité de sabios elegidos por los dioses —y que como ellos se pelean y acuchillan a diario por permanecer en el Parnaso— que nos llevarán a conocer el mar de la cultura, a nosotros, ciudadanos y creadores anclados en el secano cultural, en la Noche Oscura del Alma que Pena por Ver a Dios. 
En esta Atenas del Norte que no solo no lo es, sino que nunca lo fue más que en la imaginación calenturienta de cuatro iluminados —y de esto ya ha pasado un siglo—, seguimos contando el Cuento de la Lechera, que es el único que funciona en esta ciudad nuestra, porque la voluntad de hacer se ha perdido en el camino equivocado. Hemos transitado penosamente del proteccionismo infinito al búscate la vida como puedas; entre tales pedazos de pan duro, una hamburguesa que rezuma la grasa de miles de euros dilapidados en pos de un proyecto con música ratonera como banda sonora original. Después de que se ha visto lo indigesto del bocata, trufado de ilusiones de participación colectiva que en su mayoría no fueron sino boutades de aficionados mercenarios, regresamos al capcioso cuento, al cuento del Cántaro Roto como única manera de salvar la ropa del emperador desnudo. La eterna paradoja de este Santander, mi Cuna, mi Palabra. 
Para salir de la pútrida tumba de quienes no ven se precisa el sentido crítico que con frecuencia se amordaza, se necesita inversión —sí, inversión: dinero del que sí hay para según qué cosas— y cabezas que sepan lo que hacen. No necesitamos chamanes ni literatura de ocasión. Que perdemos el tren, oigan.