LA CLEMENCIA DE MOZART


W.A.Mozart: La clemenza di Tito. Tito: Yann Beuron.
Vitellia: Amanda Majeski.
 Sesto: Kate Aldrich.
Servilia: María Savastano.
 Annio: Serena Malfi.
 Publio: Guido Loconsolo. Director musical: Thomas Hengelbrock. Directores de escena: Ursel y Karl-Ernst Herrmann. Coro y Orquesta titulares (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid). Teatro Real de Madrid. 24.02.12. 

De la serie de emperadores que a Roma le cayeron en suerte o en desgracia, fue el fugaz Tito (79-81) uno de los pocos de los que la Historia nos ha legado un recuerdo benévolo. En sus dos años de reinado coronó hermosas obras públicas (entre ellas el Coliseo), trató con indulgencia a sus enemigos políticos y fue generoso con las víctimas de las erupciones del Vesubio (79) y del incendio de Roma (80). Tito murió de fiebres según algunos, de melancolía según otros, en un entorno poco propicio a la alegría. 
En 1791 Mozart recibe un encargo apresurado: la composición en apenas unos días de una ópera para la ceremonia de coronación del emperador Leopoldo II como Rey de Bohemia. A Leopoldo II le gustaba mucho tener hijos —fabricó 18— y también un poco la música de Salieri, depositario primero del encargo. Salieri, sin embargo, rechazó el trabajo, y lo mismo hizo Eybler —preferido por la reina— en segundo término, con lo que Mozart, a pocos meses de su muerte y consumido por las deudas, aceptó ser plato de tercera mesa en una Praga en la que conoció las mieles del éxito con Don Giovanni (qué bellamente describe Eduard Mörike los prolegómenos anímicos de ese éxito) y un notable fracaso con La clemenza di Tito. Y es que Tito fue el personaje elegido por Mozart para encarnar simbólicamente la supuesta bondad de Leopoldo II e incluso la de todo monarca, en tiempos convulsos de guillotinas y Revolución; una elección que, a lo que parece, no logró encandilar al nuevo rey con su noble mensaje («Si el Imperio necesita un corazón severo, apartadme del Imperio o dadme otro corazón»). 
El montaje eminentemente teatral de Ursel y Karl-Ernst Herrmann que se puede ver en el Teatro Real de Madrid —y que cuenta ya con 30 años a la espalda—subraya los elementos más íntimos de la partitura, recorrida por una exposición no tanto de hechos históricos (se encara una trama endeble, en realidad, en el igualmente endeble libreto de Metastasio adaptado por Mazzolà) como de sentimientos sin edad (el amor, la venganza, la amistad, la fidelidad, la dignidad). De ahí la sencillez escénica del planteamiento en un blanco absoluto con reflejos en la parte inferior, roto únicamente por dos salidas laterales, tres óculos y una gran valva regia frontal que proporcionó un momento visual verdaderamente impactante con trampantojo peristilado y estatua ardiente incluida en el pasaje de la quema del Capitolio. Con pocos elementos (alguna silla, un trono, una gran columna, coronas de laurel), es evidente en esta producción el protagonismo del vestuario, de inspiraciones cronológica y hasta espacialmente diversas (clásico, XVIII, contemporaneidad), orientado a perfilar la psicología de los personajes: el abnegado servilismo de Publio, la perversa sofisticación de Vitellia, la romántica ingenuidad de Servilia... 
En lo vocal, la gran cantante de la noche fue Kate Aldrich, entregada y convincente en su papel de Sesto, con una voz homogénea, bien tallada y proyectada, que supo resolver los diversos pasajes difíciles de su papel y aportar los matices adecuados. A prudente distancia la siguió Serena Malfi como Annio, con voz más pequeña y menos expresiva, pero esforzada y con muy buenos momentos (qué bonito su dúo en la barca con Servilia). Amanda Majeski, de imponente presencia como Vitellia (y tan exquisitamente vestida) resultó, a pesar de su voz grande, irregular y destemplada en ciertos agudos y poco elegante en los graves, por no apuntar su marcado vibrato. Yann Beuron fue un Tito poco afortunado, inseguro, corto de aliento, con agudos en falsete y nula implicación dramática. María Savastano (Servilia) y Guido Loconsolo (Publio) cumplieron. Merece una mención especial el coro, que lució empastado, compacto y espléndido. 
En la dirección musical, Thomas Hengelbrock tal vez no brilló, pero supo llevar con suma corrección la orquesta, imprimiendo a la partitura limpieza y cierta vivacidad (no confundir con rapidez). Debe destacarse la intervención del clarinete, que encontró en «Parto, parto, ma tu ben mio» su momento de gloria. 
En conjunto, una producción que aún alberga interés en su ya larga trayectoria al servicio de un Mozart versátil, generoso y siempre sorprendente.