NIEVE EN EL PATIO DE BUTACAS


El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás. Y así salimos todos el pasado jueves del patio de butacas de la Sala de Medicina: mojados, con copos de nieve en el pelo y la ropa (auténticos muñecos de nieve los espectadores de la primera fila), tras el intento de la compañía madrileña El Zurdo de convencernos con su particular y adversa climatología de nuestra efectiva participación en su último montaje —La ventana de Chigrynskyi—, presentado en la segunda sesión de la Muestra Internacional de Teatro, acogida por el Aula de Teatro de la Universidad de Cantabria. 
Lo de la ambientación no ha sido el fuerte de El Zurdo en esta extraña obra que no sabemos si debe encasillarse en lo cómico, lo lírico, lo tragicómico o lo noséqué. A bote pronto, cuando se llega al teatro encontramos a un grupo de músicos callejeros en un flanco de la escena que, a considerable e incluso molesto volumen, pretenden distraer al público, con un repertorio bastante trillado —en el que no falta la incitación a las palmas—, de que la obra empieza dieciséis minutos tarde sobre el horario previsto. Ignoramos si nos hemos confundido de espectáculo; pero no, la obra al fin comienza. 
La cosa va de un futbolista ucraniano fichado por el Barça —Chigrynskyi—, que no entiende apenas nada de español y que siente una considerable morriña de su país y su familia. Para solucionar ese conflicto emocional abre un vano en la pared del edificio en que vive, con la excusa de que desde tal ventana improvisada puede ver a su madre y también la nieve de su tierra de origen; con semejante acción por parte de Chigrynskyi se ocasiona la intervención del trastornado jefe de escalera y, progresivamente, del resto de habitantes del bloque de viviendas: una traductora, una vendedora de colchones y un tipo sin oficio ni beneficio que tiene la desgracia de acostarse en su cama y de levantarse como por arte de magia en otra. Lo que en principio podría parecer un planteamiento coral conducente a un nexo común, en realidad no lo es; cada personaje desarrolla como puede su historia y no existe ningún vínculo dramático entre ellos salvo los encuentros ocasionales, casi tropiezos, que va dictando el texto... Texto que, por su parte, está trenzado por José Ramón Fernández para gustar: es, en efecto, un texto simpático, propicio a la broma sencilla, que abusa de lo extemporáneo y lo hiperbólico (el monólogo de la traductora sobre las pelusas y los pelos es un claro ejemplo) para generar un sentido absurdo del humor que, aun haciendo sonreír, no lleva ciertamente a ningún sitio. No hay una articulación profunda de las escenas ni los personajes, ni un destino final claro; cada uno ora según su entender para defender su situación, derivándose de ello una serie de individuos un tanto maníacos y exacerbadamente solitarios perfilados de un modo superficial, más apto para la caricatura que para la reflexión de enjundia. 
El espacio escénico está muy bien resuelto, con un ascensor al fondo del que van emergiendo los actores. El resto es un espacio casi a modo de cuadrilátero o ring de boxeo —podríamos decir más bien de pressing-catch, a juzgar por las continuas cabriolas de una de las actrices—. Los diferentes pisos del bloque, aun en una disposición sencilla y horizontal, están adecuadamente delimitados. Peor resuelta está alguna escena concreta, como la de la conversación tabicada entre el jefe de escalera y la traductora, que suponemos que se situó junto al ascensor por azar, porque bien podría haberse situado en cualquier otro lugar del escenario. 
Correcto fue el trabajo de actores en general, aunque a alguno —en particular a alguna— se le hubiera agradecido menos énfasis: en especial a la vendedora de colchones —Nuria Benet—, que no dejó de mostrar su ropa interior en una desmesurada y constante exhibición acrobática. El mejor, sin duda, fue Miguel Barderas —el futbolista—, y bien estuvieron también Beatrice Binotti, Eugenio Gómez y Luis Crespo —aunque la aparición de este último en liguero y tanga de leopardo fue tan inexplicable como desacertada—. El acompañamiento continuo de la música pareció excesivo, aunque los nómadas intérpretes cosecharon la mayor parte de aplausos de la función, por otra parte breve, de en torno a una hora. 
En suma, un espectáculo agradable aunque sin exigencias, tejido con buenos mimbres, pero al que le falta mayor vuelo para a la caza dar alcance. No, no basta con nevar sobre los espectadores para ser transcendente. Seguiremos pendientes del pronóstico del tiempo.