LOS OJOS CLAROS DE TRANSTRÖMER


Después de siglos y siglos de escritura poética, en que las academias y los críticos se han encargado de poner nombre a todo lo que tiene apariencia versal para mejor acotarlo y controlarlo y de algún modo someterlo, es difícil entrar en la carne de un poema sin portar prejuicios a la espalda. El caminante lector depende de su inseparable sombra teórica para dar el menor paso; si la sombra se desvanece o se desplaza, el lector se torna en funámbulo sin barra de equilibrio que acaba por caer en el vacío. Ese vacío puede conocer diversos nombres: despropósito, desdén, descalificación, exclusión del poema o poeta transgresor que no se ajusta a la estrechez de la medida, al académico envase minuciosamente prefabricado. 
De Tomas Tranströmer ha desconcertado a muchos críticos la suntuosidad de sus recursos formales en contraste con la diáfana e íntima limpieza del fondo de su poesía. Tranströmer no renuncia al lujo de la riqueza de la lengua ni de la concepción y construcción de imágenes para alumbrar, en cambio, un animal poético asombrado, dolorosamente lúcido, a veces asustado, siempre despojado y esencial. Si nos quedamos en la mera forma, puede resultar tal vez contradictorio el poema en su carne y su esqueleto. Si no llegamos más allá, podríamos acusar a Tranströmer de permanecer al margen de la realidad. Si no nos desprendemos de los paradigmas y etiquetas que buscan encasillar a la poesía en una instrumentalización de perversa y supuesta necesidad social o comprometida, con su correspondiente apariencia inculta, ennegrecida, insulsa y povera, es mejor que no leamos a Tranströmer. En realidad, es mejor que no leamos poesía. En realidad, es mejor que no leamos. 
Así que hablo de suntuosidad expresiva y de pavorosa desnudez en los poemas de Tranströmer y me quedo tan campante. La asignación del Nobel al poeta sueco ha sido recibida con cierto escepticismo, por ser su nacionalidad la que es y porque, como poeta, se espera de él que vista con una túnica sagrada y que salve al mundo del caos en que se encuentra por causa de la banca, la política y los críticos que hablan mucho y no hacen nada. Más de un crítico, precisamente, ha esgrimido que Tranströmer, en razón de su riqueza expresiva, no ha sido un poeta comprometido, atento a lo social; me sorprendo ante un dislate semejante y me pregunto si hemos leído al mismo autor.  
No me gusta escribir que Tranströmer es un poeta social, porque ello implica unas connotaciones estilísticas y farisaicas que detesto, pero lo cierto es que el poeta sueco en cierto modo lo es —entre otras muchas cosas—, si por ello entendemos que se trata de un autor que no ha pasado de puntillas por su entorno, sino que se ha detenido a mirar, a ver y a reflexionar e incluso a transcribir en versos atroces eso que ha visto a través de sus ojos claros y translúcidos. Hay tal vez un poso griego en esa mirada transparente, como de estatua, que Tranströmer deposita sobre las cosas, sobre las acciones, sobre los sentimientos, sin desangrarse pero sin un ápice de piedad al tiempo —tampoco de crueldad: todo es mirar por dentro, en tanto «la semilla golpea bajo la tierra». Así pues, la de Tranströmer es una denuncia constante y cristalina; no hay escándalo en sus versos, sino una íntima corriente que en su fluir natural y sin violencia deja al descubierto, precisamente, la violencia. Poemas como «En el Delta del Nilo», en que una pareja acomodada percibe el desequilibrio entre su mundo y la atildada pobreza que visitan («Ella y el marido subieron a su cuarto / donde esparcieron agua para ocultar la roña. / Se fueron a sus camas sin muchas palabras. / Ella cayó en un sueño pesado. Él se quedó despierto. /… / Hay uno que puede verlo todo sin odiar»), el descriptivo «Zona de arrabal» («Y esos lugares son más y más. / Como lo que fue comprado con dinero de Judas») o el desasosegante «En lo libre», que evidencia el oxímoron entre las brillantes fachadas de cristal y las turbias decisiones que tras ellas se toman («Los que son mensajeros de la muerte no eluden la luz del día. / Ellos gobiernan desde pisos de vidrio. Hormiguean en la canícula. /… / Muchas ventanas que fluyen hasta ser una sola. / La luz del cielo nocturno es allí atrapada y el paseo de las copas de los árboles / es un lago espejeante sin olas. / La violencia se siente irreal / por un breve instante») pueden ser buena muestra de esta casi obsesión omnipresente en Tranströmer. Poemas que, por otra parte, evidencian un recurso habitual en el poeta sueco: la difusa transición entre el sueño y la vigilia; la observación es un ejercicio que participa de ambos: la vigilia proporciona las imágenes, el sueño las modela y las transforma en pensamiento, con su particular lenguaje, semejante a la punzada fina de una aguja hundida en la piel hasta su ojal. 
Además de la acerada visión que le aportan sus ojos claros, Tranströmer se vale de su mano izquierda para escribir no ya la poesía, sino el mundo, con la escasa sujeción que ello supone a lo convencional. La que Toscanini llamaba su «mano natural» es la que Tranströmer emplea en la escritura, del mismo modo que «rasguean los lápices de los insectos», y así mismo en la música —otro elemento muy presente en el poeta. Tal vez sean la música, la existencia y el paisaje (natural esperanzado y desolado urbano) los otros tres grandes temas de Tranströmer. En particular en 17 poemas (1954) y en Secretos en el camino (1958) predominan la preocupación por la eternidad, el curso de la vida o los asombros ocultos en el propio entorno. Tañidos y huellas (1966) supone un importante paso en la producción de su autor: la expresión, sin perder fuerza, se hace más nítida, con imágenes de brutal y desnuda intensidad que en ocasiones nos dejan helados de terror; este es un libro tal vez desesperado, que esgrime en su defensa la mansa rebelión de la palabra. En la misma senda de grave lucidez, aunque progresando en el grado de intimismo, se suceden Visión nocturna (1970), Senderos (1973), La barrera de la verdad (1978) y La plaza salvaje (1983). Todos los poemas de Tranströmer están cosidos con esa hebra musical que engarza el ritmo del discurso y en ocasiones su tema, y que al tiempo supone una suerte de hilo de cometa: un tremolante camino bondadoso hacia la belleza y la armonía que, suspendidas en el cielo, flotan como un deseo o un sueño. Así en «Allegro»: «Toco Haydn después de un día negro / y siento un sencillo calor en las manos. / Las teclas quieren. Golpean suaves martillos. / El tono es verde, vivaz y calmo. / El tono dice que hay libertad / y que alguien no paga impuesto al César. / Meto las manos en mis bolsillos Haydn / y finjo ser alguien que ve tranquilamente el mundo. / Izo la bandera Haydn –significa: / "No nos rendimos. Pero queremos paz". / La música es una casa de cristal en la ladera / donde vuelan las piedras, donde las piedras ruedan. / Y ruedan las piedras y la atraviesan / pero cada ventana queda intacta»
Cada ventana queda intacta como cada intacta mirada de Tranströmer, que nos muestra una impasible realidad contemplada a través del cortante y frío invierno del cristal.