EL TROPEZÓN DE LOS DIOSES


La caída de los dioses lleva a cuestas la enorme responsabilidad de ser un clásico con tradición y por partida triple: lo es de la literatura y el pensamiento gracias a la obra de Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa con el martillo (1889); lo es gracias a la ópera de Richard Wagner, El ocaso de los dioses (1876); lo es gracias a la película de Luchino Visconti, La caída de los dioses (1969). Tomaž Pandur tal vez ha querido, pero no ha logrado, conformar con su particular adaptación de tema y obra la cuarta pata de la silla clásica. 
Dejando de lado odiosas comparaciones con la estremecedora cinta maestra de Visconti de la que toma su principal referencia, el montaje que plantea el esloveno Tomaž Pandur, y que ha podido verse en Santander en la Sala Argenta del Palacio de Festivales de Santander en este fin de semana, no llega a cuajar, pese a las expectativas generadas. 
Es obvio que Pandur sabe hacer teatro, y que además es un experto en recrear climas cerrados y opresivos con una extraordinaria belleza, belleza de la que sabe extraer a la vez su componente pavoroso; lo ha hecho en Hamlet, lo ha hecho en Barroco, lo ha vuelto a hacer en El ocaso de los dioses. En este caso, Pandur se ha servido de cuatro elementos esenciales: un piano que subraya cada uno de los gestos que se desarrollan en escena (por cierto, en el teatro último empieza a haber una recurrencia al Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt que ya empieza a empacharnos); un espejo de azogue irregular colocado a modo de techo inclinado, que nos permite ver en contraplano y con cierta deformación de feria lo que ocurre por debajo; una pantalla que se extiende de un lado a otro del escenario, en que se proyectan imágenes de archivo de la Alemania del Tercer Reich (y pasajes de esa excelente serie documental: La Segunda Guerra Mundial en color); y una cinta transportadora que permite los cambios de decorado mediante el desplazamiento de elementos de mobiliario y hasta de los mismos personajes. Todo esto se complementa con una iluminación espléndida de Juan Gómez Cornejo y con un vestuario muy cuidado. 
Y tras todo esto, ¿qué es lo que falla? Pues que estamos sentados en la butaca asistiendo a una sucesión de hermosas y elegantes imágenes que subsumen un texto prácticamente inexistente, y que cuando existe se torna superficial, titubeante, confuso y desestructurado. La propuesta de Pandur se sustenta sobre todo en el embriagador efecto visual de unos hechos que no conocen su correspondiente traducción textual. La caída de los dioses, ¡¡nada menos que eso!!, la descomposición del mundo contemporáneo, merece una reflexión verbal más enjundiosa. Además de esta carencia de calado en el texto, hay cabos sueltos imperdonables. En este sentido, hay ausencias que resultan flagrantes: ¿qué se fizo de la niña judía que en el original de Visconti evidenciaba la pedofilia de Martin Essenbeck? En el montaje de Pandur es citada de pasada en un momento dado y no sabemos de qué se habla... a no ser que hayamos visto previamente la película. 
El montaje se articula en dos partes, de las que la primera resulta un tanto plomiza en tanto que la segunda despega y hasta se desmelena con una cierta precipitación. La masacre final de los Essenbeck, a ritmo de Mozart, parece en su súbita irrupción tan sorprendente como descontextualizada. Por otra parte, Pandur se permite un guiño de homenaje a Visconti al detener de repente la acción teatral e intercalar un informal aparte actual en que Pablo Rivero (Martin Essenbeck) se coloca uno de aquellos jerseys ceñidos que tan maravillosamente le sentaban a ese animal fascinante llamado Helmut Berger; pero Pablo no es Helmut, qué se le va a hacer. Con semejante excursus nos salimos de una trama en la que ya estábamos un tanto perdidos y así quedamos tanteando con los brazos extendidos en lo oscuro hasta que el «Lacrymosa» estalla y nos dilata las pupilas a la fuerza... 
Del trabajo de actores, hay que destacar el papel original y bien traído de Emilio Gavira como Janek, entre maestro de ceremonias y corriente de conciencia de los personajes —a partir de esas repeticiones de texto que le son tan queridas a Pandur, aunque ya nos resultan un tanto gastadas—. Belén Rueda no es Blanca Portillo (Barroco); se esfuerza sobre el escenario, se agita, se afana en pasearse y en despedazar repollos, pero no llega a convencernos como perversa fraguadora de muertes y conspiraciones: se queda en las ganas de poder siquiera descalzar a la Ingrid Thulin de Visconti. Del resto del elenco, con luces y con sombras —especialmente descafeinados resultaron Nur Levi (Elisabeth Thalmann) y Santi Marín (Günther Essenbeck)—, puede predicarse una escueta corrección, reblandecida por un texto frustrado. 
En suma una caída de los dioses que más bien ha parecido tropezón, a pesar de reconocerse sus indudables méritos estéticos. Otra vez será.