EL RUIDO Y LA FURIA DE ELEKTRA


Posiblemente se trate de uno de los libretos más intensamente poéticos, estremecedores y salvajes de la historia de la ópera. Posiblemente se trate de una de las partituras más osadas y controvertidas que se puedan recordar. Posiblemente se trate de uno de los personajes clásicos más nítidamente aferrados a la inteligencia sin desdeñar su vertiente más oscura. Posiblemente se trate de uno de los artistas más comprometidos con el dolor humano en su esencia de derrumbe y de animal zarandeado por la Historia. Hablamos de Richard Strauss, de Hugo von Hofmannsthal, de Anselm Kiefer. Hablamos de Elektra. Hablamos de Elektra en el Teatro Real, en la producción que ha inaugurado la nueva Temporada 2011-2012 del Teatro Real. 
No puede evitarse. Volver a Elektra una y otra vez es volver a conmoverse sin remedio. Pocas óperas encierran un grito tan hondo y desesperado como el que emerge de esta partitura arriesgadísima, con una orquestación desmesurada que aúlla y fagocita a un espectador horrorizado. El grito de Elektra cuando se reencuentra con su hermano Orestes surge del fondo del ser y a la vez del fondo mismo del conocimiento. Lucidez y locura, humillación y venganza, magia y razón, sometimiento y éxtasis, odio luminoso y amor turbio, inteligencia y naturaleza, belleza y depravación. Estas parejas y alguna que otra más, a las que hay que añadir una penetración en las mil facetas del alma femenina como pocas veces se ha logrado en una obra de arte, se dan cita en una pieza inmarchitable que nace entre los casi escombros de la Viena fin-de-siècle. La palabra fatalista del enorme Hofmannsthal y la belicosa música de Strauss tienden la mano a través de los años hasta la contemporaneidad, y un siglo más tarde se hermanan con Anselm Kiefer, telúrico e implacable artista, cantor de derrotas del Hombre en su penoso devenir. 
La Elektra que se ha visto en el Real no es en verdad una producción nueva, pues se estrenó en el Teatro San Carlo de Nápoles en 2003 y fue entonces Premio Abbiati al mejor espectáculo del año. La escenografía y vestuario diseñados por Kiefer en su primera incursión en el mundo de la ópera resultan impactantes en su clamorosa desnudez. El palacio de Agamenón se delinea a la perfección en tres estratos de atmósfera derruida y opresiva: la planta noble superior, la planta inferior reservada a las criadas y a la degradada Elektra, y la planta intermedia como lugar entre sueño y vigilia, entre sombra y verdad, donde se desarrollan los más inquietantes episodios, hurtados a la contemplación directa del espectador, apenas atisbados tras los vanos. Las vestiduras de los personajes, de un blanco roto y sucio, con excepción de la majestuosidad de la reina Clitemnestra —surcada de joyas y al tiempo enclaustrada en una de esas bellísimas corazas femeninas tan conocidas en Kiefer—, son sencillamente perfectas; su color y aspecto son los de un alarido acallado de la muerte y el terror. Menos nos gustó el atavío de los caballeros, por otra parte irrelevantes en esta obra maestra de Strauss, con un look decimonónico que desentonaba de forma evidente en el conjunto. 
Elektra es una ópera en que la mujer exhibe la complejidad más destilada y a la vez más pavorosa de su naturaleza, y ello se traduce en un elenco en el que en buena lid brillan las voces femeninas. Deborah Polaski, ya clásica en su papel, demostró por qué ha sido Elektra durante muchos años. De imponente capacidad dramática, mostró flaquezas vocales que sin embargo supo capear con una interpretación personalísima y un instrumento recio, hasta el punto de enardecer los aplausos del público del Real. Polaski es fiera y emociona con su bravura que corta el aliento. Frente a ella, la instintiva y timorata Crisótemis encarna el dulce resplandor de la amorosa mujer-madre, alejada de lo racional. Ricarda Merbeth estuvo sentimental y comprometida en su actuación, con una voz amplia y expresiva, de grata modulación y agudos firmes y plenos. La tercera gran mujer, Clitemnestra, estuvo a cargo de la otrora soprano Rosalind Plowright, ahora venida a cuerda grave, que mostró solemnidad y una electrizante interpretación, además de una voz camaleónica, emitida con una buscada artificiosidad que dibujó con acierto las dos caras de una reina deslumbrante por fuera y atormentada por dentro. De los hombres no cabe sino decir que quizá estuvieron como tenían que estar: en el discreto segundo plano que les corresponde en esta obra de poderosísimas mujeres —correcto pero hierático Orestes (Samuel Youn) y breve y desvaído Egisto (Chris Merritt). 
Si a todo ello sumamos la buena dirección escénica de Klaus Michael Grüber y, sobre todo, la brillantísima dirección musical de Semyon Bychkov, que supo exprimir a la Orquesta Sinfónica de Madrid el jugo de cada uno de los 111 instrumentos señalados por la partitura de Strauss, aplicándose con maestría en los matices y haciendo exhibición de líneas bien definidas y contrastadas dinámicas, el resultado es el de una muy redonda noche de ópera que hace augurar una buena temporada. Esperemos que así sea.