¿LEE USTED LOS LIBROS HASTA EL FINAL?

Sobre los libros se opina mucho y siempre bien. Nadie pone en duda que un libro es algo bueno y que un lector también lo es. Hay campañas para fomentar la lectura (aunque sobre estas cosas yo siempre me pregunto si lo que se busca es el interés general o más bien un nuevo flotador para un sector económico con no pocos problemas): entre ellas, esa catalana tan simpática que dice que el libro no necesita pilas ni enchufes, que es fácil de manejar, que es transportable, que no se cuelga como el Windows… En consecuencia con esto, está bien visto que se publique mucho, incluso muchísimo (hablamos de cerca de 300 libros al día). En los periódicos y suplementos se desglosan las listas de los libros más vendidos. Entre tanta variedad hay, también, libros de estación: libros para ser leídos en verano, libros para ser leídos en invierno, libros para el día de la madre, libros para la navidad. El libro es nuestro amigo, el perro fiel que nunca nos muerde. Así las cosas, se sostiene incluso que cualquier libro es reciclable por el intelecto, no importa lo más o menos excelso que sea, ni el número de páginas que tenga; los libros se leen hasta el final por el mero hecho de ser libros.
Sobre ese aspecto ya ironizaba Samuel Johnson cuando formulaba su malévola y célebre pregunta: “¿Lee usted los libros hasta el final?”. En general, suele ocurrir que cuantos menos libros se leen, más tímido es el lector a la hora de abandonarlos a su suerte, inacabados: tan a menudo el pudor impide hacer lo que aconseja la conciencia. ¿Es verdaderamente necesario leer todos los libros, incluso los buenos (por no hablar de los menos buenos), hasta el final? ¿Dónde figura inscrita esa regla de oro? ¿Por qué hay que disculparse al reconocer que no se ha leído el Ulysses?
Sobre el buenismo del libro siempre he tenido mis dudas (como sobre cualquier buenismo en general), más aún después de la lectura de ese excelente ensayito de Edith Wharton, “El vicio de la lectura”, publicado muy recientemente por José J. de Olañeta, y que me atrevo a recomendar como lectura del año entre todas las cosas más o menos extensas y sesudas que he leído en el presente 2010. Olañeta rescata aquí “The vice of lecture”, un texto que la autora neoyorkina publicó en 1903 en la North American Review, hace más de cien años, y que parece que hubiera sido escrito ayer mismo, por no decir esta mañana; un opúsculo de apenas 46 páginas, a las que hay que restar 14 de prólogo de circunstancias. Un librito, en suma, que bien puede leerse hasta el final, de una sentada, sin necesidad de parecer por ello un héroe, y que aborda un asunto de enjundia: que la lectura entendida como una cualidad moral es una idea enormemente perjudicial. “¿Por qué deberíamos ser todos lectores? No se espera de todos nosotros que seamos músicos, pero sí debemos leer”.
El ensayo de Wharton es tan breve como contundente, al tiempo que asombrosamente actual. Wharton acuña un término que me parece refinadamente sarcástico: el de los “lectores mecánicos”. Porque no todos los sujetos que leen deben clasificarse dentro de la misma categoría de lectores. Dice literalmente Wharton que “el vicio de leer se convierte en una amenaza para la literatura cuando el lector mecánico invade el ámbito de las letras”. Ahora bien, ¿quién es el lector mecánico? El que nunca duda de su competencia intelectual, el que toma la decisión de leer como se toma la de preparar carne para el almuerzo o aprender a tocar el piano (o el organillo): lo hace porque sí… o peor aún, porque cree que debe hacerlo. Lector mecánico es el que lee conscientemente siempre y siempre sabe cuánto ha leído con exactitud, es el que ve en los libros objetos aislados que no dialogan entre ellos.
Pero, y aquí es donde Wharton pone el dedo en la llaga, lo que determina al lector mecánico en su resolución es la vox populi. Su misión es estar al corriente de todo lo que se escribe. El lector mecánico se dirige directamente “al libro del que se habla, y la importancia que le atribuye es proporcional al número de ediciones agotadas”. ¿Estamos en 1903 o en 2010? Inmediatamente se aparecen en mi mente esas columnas inabarcables de ejemplares repetidos que flanquean los templos de la lectura nociva. No por ver en un mostrador 100 ejemplares de un libro en vez de 2 ese libro es mejor. Del mismo modo que, en lúcidas palabras de un cargo público español, el que te nombren Ministro de Cultura no significa automáticamente que seas culto.
La conclusión es que, lo mismo a comienzos del siglo XX que del XXI, la lectura impuesta como supuesta virtud tiene funestas consecuencias. El aluvión de lectores mecánicos genera inflación de infraliteratura y una ficción intelectual: muchas personas creen que son lectoras cuando realmente no lo son. Y ello no importaría si no pesara un estigma sobre la no lectura que no debería pesar. Pero hay otra consecuencia mucho peor aún: unos cuantos creen que son escritores cuando realmente no lo son. Aquí la razón no es un estigma, sino un espejismo: el del oasis de las letras en el medio del desierto cultural. Pero no cualquier bebida es buena para el sediento.
En este aspecto la crítica debería tener un peso de orientación fundamental. Pero… esa es harina de otro costal. ¿Hasta qué punto la crítica no es víctima asediada de los intereses de editoriales generadores de lectores mecánicos? ¿Cuánto tiempo puede resistir intacta la integridad de un crítico ante presiones semejantes, sobre todo en cualquier medio de tirada nacional? Y en estas circunstancias, ¿no es lo más posible que el lector mecánico genere críticos mecánicos, esto es, críticos de los de mera contracubierta y solapa?
No es fácil que un libro tan breve como este ensayito de Edith Wharton despierte tantas y tan vigentes reflexiones. Pero esa es, precisamente, la tarea del buen escritor que todo buen lector, auténtico lector, debe acometer. Y no es poca. Quede, pues, ahí mi recomendación.