GRAMÁTICAS PARDAS PARA TIEMPOS DE PENURIA

Hace pocos días me encontré en mi bandeja de correo electrónico con varios mensajes jocosos enviados por amigos malévolos en los que se me anunciaba con rechifla: “ya no es QVORVM sino Cuórum”. Se referían de forma evidente al título de la revista de cultura que dirijo, que por arte de birlibirloque –o más bien por los antojos de embarazo de unos académicos que quieren descubrir la rueda a estas alturas– parecía haber mutado desde un nombre de evocaciones arraigadas en el pluralismo y la civilización a un término irreconocible sin raíces ni significado. Un término que, por perder, había perdido incluso una de sus bellezas mayores, cual es la letra Q, tan plena como un felino contemplado por la espalda. Menos mal que, en previsión de académicos que en lugar de pensar con la cabeza piensan con el mendrugo que se llevan a la boca (digo yo que por lo millonarios que se van a hacer vendiendo ortografías), QVORVM se seguirá llamando así porque responde a la transcripción del correspondiente término latino, y con el latín –que por fortuna para él es lengua muerta, o sea, intocable– no pueden ni los bobos.
En el principio fue aquel también bobo discurso de Gabriel García Márquez en Zacatecas, allá por el año 1997; le faltaban sólo (¿solo?) siete años para publicar Memoria de mis putas tristes: con eso ya está todo dicho. Tal vez García Márquez se creyó Nebrija por un día cuando lanzó al aire aquello de que nadie confundiría revolver con revólver porque no llevara tilde y que había que escribir como se habla. Como si no lo hiciéramos: cuando decimos revolver escribimos revolver, cuando decimos revólver escribimos revólver. Tan elemental como eso: se me escapa dónde se halla una dificultad que una modesta tilde desecha con suma eficacia. La Academia Española, inexplicablemente, se adhiere hoy al artificial y epatante discurso del novelista colombiano, arrojando a la basura lo del “limpia, fija y da esplendor” que, si bien es cierto que suena a lema marujil (siempre se me apareció al oírlo aquella mesa –sería la de la RAE– sobre la que se abalanzaba con su mandil, cogiendo carrerilla, la del anuncio de limpiamuebles Pronto), tampoco es cosa de cambiarlo a la ligera por los chicleteos gangosos de una chica “yeyé”. Y llega tan allá la pretensión, que no es tal vez lo malo que nuestra Academia de la Lengua pretenda implantar que se escriba como se habla (cómo hablan… ¿quiénes?, ya que no todos hablamos igual), sino que a fin de cuentas va a conseguir que se logre escribir como algunos piensan: algo infinitamente peor, sin duda, a juzgar por los niveles de pensamiento que exhiben quienes se supone que deberían ser garantes de nuestro idioma, esa fuente a la que volver la vista cuando nos asedian los mensajes ininteligibles de los móviles o, sencillamente, la sed que suscita cualquier vacilación ortográfica seria.
Los argumentos extraterrestres que han esgrimido en estos días en diferentes medios de comunicación algunos de nuestros académicos más ilustres resultan tan sonrojantes como insostenibles: que hay tildes que se eliminan (en la o) porque ya no se escribe a mano (¡!), que los profesionales del Derecho (¡¡!!) agradecerían la desaparición de ciertas tildes porque así no sentirían remordimientos al no usarlas (¡¡¡!!!), que nuestro mundo internetero de hoy ha propiciado estas reformas (¡¡¡¡!!!!)… Contrariando tales aseveraciones, ya existe un grupo en Facebook que se llama “Grupo de rechazo a las nuevas reglas ortográficas de la RAE”; no sé si estará fraguándose algún otro tipo de asociación integrada por “juristas no ágrafos damnificados por las inverosímiles y sectarias opiniones de la RAE”.
Por lo demás, la Academia nos impone palabras nuevas, desconocidas, donde supuestamente debería subrayarse la meridiana claridad del uso: ¿quién sabe lo que es un guion (sin tilde) aparte de una notoria incorrección? ¿Por qué debemos escribir ex capitán y al tiempo excapitán general (únicamente por seguirle una aposición), introduciendo así lo que no es sino una confusa y arbitraria disparidad de criterio? ¿Por qué debemos liar la madeja y reaprender el alfabeto y las palabras y las reglas que conocíamos perfectamente invocando una luz que en realidad nos conduce a una torpe y zafia oscuridad?
Las tildes constituían el tocado de las palabras, que ahora quedan a la intemperie, sin adorno ni sombrero. La y griega y la i latina evidenciaban la rica raigambre de nuestra lengua; escritoras hubo, como Yourcenar, que trastornaron su apellido verdadero por la belleza de esa letra que hoy nuestros académicos rebautizan con excesiva ligereza, renegando de nuestros civilizados y –es obvio– ya lejanos orígenes, del mismo modo que rechazan el rico sustrato de la cultura árabe proscribiendo el uso de la q. Tal vez, cuando a partir del 28 de este mes logren afianzar tanto dislate, los académicos comiencen a pelearse como niños entre ellos por la entidad de los sillones; no es de extrañar la mala suerte de la Y, que no cuenta siquiera con asiento, por no hablar del sillón Q, cuya renovación efectiva es inminente: habrá sillones apestados, sillones menores a los que tal vez se acabe privando de su capitalidad. Tentémonos las ropas, que la próxima parada de este absurdo tren va a ser la ñ, ausente de tantos teclados de ordenador.
Si acaso fuera cierto que la confirmación de muchas de las nuevas reglas, de topar con un rechazo explícito por parte de los usuarios de la lengua, pudiera no realizarse o incluso desandar lo andado –posibilidad que ha admitido Humberto López Morales–, parece el momento propio de instar a la rebelión ortográfica, de colocar barricadas contra la aporía y la molicie que todo lo invaden, de organizarse en guerrillas obstinadas que persistan en el gusto de lo que siempre ha sido nuestro. Que no nos den gato por liebre: pardas gramáticas para tiempos de penuria.