ESPAÑA CARPETOVETÓNICA

Quién podría negar que uno de los grandes legados que se ha realizado a la cultura española desde un genio literario particular es, sin lugar a dudas, el concepto del esperpento acuñado por Ramón María del Valle-Inclán. Como ocurre con todas las aportaciones magnas, el concepto ha ido degenerando, generalizándose su uso muchas veces en detrimento de su sentido original. Y, sin embargo, no en tantas épocas habrá cobrado tanto sentido como ahora. Poco sospechaba el dramaturgo pontevedrés que este privilegiado hijo de su intelecto iba a gozar de tan larga vida, y que los espejos del Callejón del Gato habían de devolvernos imágenes cada vez más grotescas de nuestra realidad. En todo caso, a la idea genial del esperpento debe añadirse otra gran aportación de Valle: su teoría de los tres modos de ver el mundo; a saber: de rodillas (desde la comedia), de pie (desde el drama) o en el aire (desde la tragedia). El hombre contemporáneo sigue transitando esos tres estadios alternativamente (no hay más que echarle una ojeada a la prensa actual), aunque es de subrayar que nunca ha dejado de hacerlo. La España a que se refería Valle con causticidad inimitable, la que Machado contemplaba con crítica agudeza y con algo de melancolía, no está muy lejos de la de hoy.
Este fin de semana, el rescate para las tablas en el Palacio de Festivales de Cantabria de esa obra de Valle-Inclán –Los Cuernos de Don Friolera– que hace uso de estos dos inventos literarios mencionados, nos sitúa en el atavismo de un ruedo ibérico del que desgraciadamente aún restan demasiadas reminiscencias. La España carpetovetónica del pasodoble, el toro y el tricornio, de la honra que se lava con la sangre, de los pliegos de cordel, de la mendicidad y los tullidos, de las tabernas pródigas en moscas y vino peleón, de la murmuración, de los títeres que escenifican los crímenes horrendos de una sociedad represiva y enferma, es la que denuncia Valle-Inclán, trazando un vínculo ininterrumpido entre el sórdido ambiente del Lazarillo de Tormes, los torpes códigos del honor vigentes en el Siglo de Oro (con su sinuosa traducción literaria en sus clásicos más admirados) y la sociedad hispánica de los comienzos del siglo XX, empobrecida por la ignorancia, las guerras y la codicia política. En los prolegómenos de Los Cuernos, Valle –transfigurado en Don Estrafalario– proclama el intercambio entre la risa y el llanto, se orina en la rancia España de Calderón y clama por Shakespeare como alternativa estética.
El montaje dirigido por Ángel Facio (al fin, parece ser que después de trece intentos más o menos frustrados por variadas circunstancias) hizo gala de un respeto exquisito a la corrosiva intencionalidad de la obra y de su autor, en una lectura lúcida llevada con absoluto acierto al escenario. Es cierto que Facio en su propuesta no se aventura en grandes riesgos, no abstrae conceptos ni tiempos ni realiza grandes cabriolas escénicas pero, a la vez, lo que hace –desde una óptica costumbrista– lo hace francamente bien. Teniendo en cuenta que en Los Cuernos confluyen el drama, la tragedia y la comedia, es fácil perderse por cualquiera de esos vericuetos. Facio sabe integrar los tres, dotando a los personajes del desparpajo, la bestialidad, la inocencia, la sinrazón y la ternura necesarias. Por lo demás, hay algunas escenas planteadas con enorme gracejo: el baño de Don Friolera, la estrambótica escena amorosa alrededor del sillón de la barbería de Pachequín…
Muy interesante pareció también la resolución de la diversidad de espacios señalada por Valle-Inclán en su obra: el cuartel, la casa, la taberna, la barbería. Almudena López construye un espacio polivalente en dos plantas que funciona a la perfección, con sentido y eficacia en todas las escenas. La escenografía en sus elementos es también acertadísima: las paredes desconchadas, las flores, la cortina de abalorios, el paupérrimo ventanuco a modo de celosía amorosa venida a menos… Asimismo se resuelve adecuadamente la coexistencia de historias distintas: el diálogo de Don Estrafalario y Don Manolito (en el patio de butacas), la intervención del Bulubú (surgido de entre el público) y la historia de Don Friolera propiamente dicha, ya en el escenario.
En lo que se refiere al elenco del Teatro Español de Madrid, cabe señalar el magnífico trabajo de unos actores que se manejan con absoluta soltura dentro de las caracterizaciones propias del repertorio clásico: Rafael Núñez como Don Friolera, Teté Delgado como Doña Loreta, Nacho Novo como Pachequín, Isabel Ayúcar como Doña Tadea… todos dibujaron unos personajes llenos de vida y expresividad sobresalientes, aunque tal vez deba destacarse entre ellos al gran Rafael Núñez por su variedad de registros.
La obra de Valle-Inclán nos devuelve el gusto por el buen teatro, por los textos bien tejidos, por la inteligencia y el ingenio como sostén del arte escénica, por la confluencia de ideas, de contenidos, en una misma obra. El público lo agradeció, vaya si lo agradeció: para que luego nos cuenten la milonga de que al respetable se le da bazofia porque sólo le gusta la bazofia. Va a ser verdad que aún no hemos salido del Callejón del Gato. Y según parece, aún tenemos para largo.

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