ENTRE LA PASIÓN Y EL EXCESO

El pasado jueves se clausuró la XIX edición de la Muestra de Teatro Contemporáneo, que ha venido desarrollándose en el Centro Casyc de Caja Cantabria a lo largo del otoño. Una Muestra que ha conocido bastantes altibajos en esta entrega, no precisamente por un error de programación sino por decepción de expectativas: si en principio las propuestas parecían de lo más sugerentes, en nombres y títulos, lo cierto es que todo lo que se ha visto en el escenario ha quedado a una altura más que discutible. No obstante este preámbulo, hay que decir que El año de Ricardo ha sido con mucho el más interesante de los cuatro montajes que se han visto en el Casyc, lo mismo en texto que en resolución –aunque no por ello se haya renunciado a darnos una de cal y un par de arena.
El año de Ricardo, de la mano de la compañía Atra Bilis y de la de su directora y fundadora, la catalana Angélica Liddell, remite inexcusablemente al texto shakesperiano de Ricardo III que, como es sabido, ha conocido versiones cinematográficas venturosas. Inspirándose en el sanguinario personaje que en su momento dio lugar a la Guerra de las Dos Rosas, Shakespeare traza un descarnado retrato del deforme y malévolo soberano que a Angélica Liddell le viene como anillo al dedo para elaborar una diatriba sobre/contra el poder, pero también una radiografía de la miseria humana, en la que la enfermedad del propio cuerpo individual acaba por devenir enfermedad del cuerpo social. En este sentido, Liddell parte de una estética como de habitación de frenopático, en que Ricardo es un ser que se consume en su propia abyección física y moral, rayando en algunos instantes la locura, en otras la más dolorosa y autoconsciente lucidez; entre ambas, se desarrolla un discurso turbador en que Ricardo deja a las claras cuál es su abominable y corrupta naturaleza, cuáles los parámetros desde los que ha ejercido o pretende ejercer –en cuanto personificación de todos los poderes abusivos que en el mundo son y han sido– su plan de dominación. En la habitación –en realidad, los decadentes y sucios aposentos del tirano, tal vez un trasunto de su propia alma– destaca la presencia de un jabalí disecado, que es al tiempo símbolo heráldico de la casa de York de la que Ricardo era miembro y también de la animalidad, la bestialidad de un poder salvaje y descontrolado. Un jabalí mudo que impresiona con su mero estar, del mismo modo que aparece otro personaje mudo sobre las tablas: Catesby, que en la obra shakesperiana es quien asiste verbalmente a Ricardo cuando este clama por un caballo en mitad de la batalla que le conducirá a la muerte.
A partir de este material de primera categoría, Angélica Liddell presenta un montaje que resulta tremendamente desigual y me atrevería a decir que fatigoso, iluminado por destellos de innegable genialidad. Por un lado, es evidente que estamos ante una obra “de texto”; algo que no se estila mucho últimamente y que es muy de agradecer. Más de dos horas de monólogo con Liddell como protagonista absoluta, con pasajes que rozan el estado de gracia (en contenido e interpretación), con algunas aportaciones externas –Shakespeare, Kertész, Ortega…- y con periodos que caen en picado o se pierden en el fárrago de ideas y performances. La introducción de la música en el montaje resulta sorpresiva y extemporánea en ocasiones (sí pareció pertinente, pero únicamente, el empleo de la Música para el Funeral de la Reina María de Purcell, que constituyó una acertada banda sonora para los hechos escénicos), lo mismo que los frecuentísimos números de “baile” (baile grotesco a modo de siniestra danza de la muerte), que más (co)medidos hubieran resultado más efectivas. Y… los decibelios. Siempre los decibelios martirizándonos el oído medio, cuando se sobreentiende que al teatro acuden personas con facultades auditivas normales.
De la interpretación de Gumersindo Puche poco puede decirse, en cuanto no abre la boca en toda la función (salvo un par de minutos al inicio). De Angélica Liddell cabe subrayar sus saltos, estertores y balanceos incesantes –su sufrimiento casi catártico y palpable- a lo largo de las dos horas de la obra, en consonancia con una dicción intencionadamente confusa y atropellada (tanto que con frecuencia se perdía texto); un recurso que puede convenir muy bien a ciertos momentos escénicos (por ejemplo, al excelente monólogo central, convulso en su propio contenido como convulso es el delirio enfermizo del poder), pero que extendido a la totalidad del montaje acaba por cansar y perder significado. Y es que en El año de Ricardo todo es pasión y todo es exceso, todo es frontera desdibujada, todo es acierto y todo es error, todo es tierno y todo es terrible. Probablemente sería recomendable depurar la obra, limar sus aristas, reducir su duración… o tal vez haya cosas que ni pueden ni deben ser desbastadas, que no admiten reducción, porque son caos y rechazo y negritud. Como un casco roto de botella o una cucharada de aceite de ricino.

Comentarios

Pablo J. Vayón ha dicho que…
Excelentísima reseña...
Anónimo ha dicho que…
Merci beaucoup...
Cristian M. Piazza ha dicho que…
Hola Ana,

El teatro también intenta sortear su propia crisis.

Que pases una feliz Navidad y espero escribirte antes del años nuevo.

Beso teatral
Anónimo ha dicho que…
Es probable que sea como dices. El teatro está en crisis y al tiempo hay muchas propuestas nuevas, que no siempre llegan a buen puerto... Es complejo.
En todo caso, yo también te mando un beso fuerte -entre bambalinas ;)
Feliz año.