WILDE INDOORS

Hablar de una obra firmada por David Hare implica pensar en un autor de éxito, reconocido –aun a pesar de estar vivo e incluso de su relativa juventud– por la crítica y el público. Obras como El lucernario o La habitación azul fueron en su momento aplaudidas, e incluso se recuerda con sumo agrado su reciente y acertada intervención como guionista en aquella bella película de Stephen Daldry, Las Horas, que exploraba, a partir de la novela homónima de Michael Cunningham, el universo de tres mujeres íntimamente relacionadas con la Mrs. Dalloway de Virginia Woolf. De modo que el pasado fin de semana el Palacio de Festivales de Cantabria ofrecía en sesión doble el montaje de El beso de Judas, texto alumbrado por Hare hace diez años y llevado a las tablas por el veterano Miguel Narros, con Joaquín Kremel, Juan Ribó y Enrique Alcides en los papeles principales.
La historia que plantea El beso de Judas es una escena de interior en dos tiempos: Wilde en Londres, en la habitación de un hotel excesivo y decadente momentos antes de su detención y reclusión por un delito de sodomía y escándalo público, tras la acusación promovida por el padre de su amante, Lord Alfred Douglas; y Wilde en el destartalado cuartucho de una ruinosa casa de Posillipo, en Italia, adonde ha acudido al reclamo último de su ex–amante, tras haber salido de prisión –donde, como es sabido, escribió De Profundis y La balada de la cárcel de Reading– y poco antes de marchar a un exilio definitivo en París. En ambas partes se presenta a Wilde encarando su destino con sus propios medios (o más bien carente de ellos), con un Lord Alfred (“Bosie”) revoloteando alrededor que más parece una enojosa pieza del decorado que un personaje realmente influyente en el devenir de los hechos. El tema clave es, lógicamente, el de la homosexualidad y su aceptación social y personal, aunque hay otros temas subyacentes y quizá hasta más importantes: la fobia política de los ingleses hacia los irlandeses, el control de las conductas por parte de la estricta sociedad victoriana, el derecho a la soledad y la crisis del proceso creativo.
El asunto de la obra es ambicioso, tanto por los ingredientes –que deben excluir cualquier resbalón o incursión en tópicos– como por el protagonista en sí: la compleja personalidad de Wilde es tan atractiva como peligrosa a la hora de abordarla, y constituye un reto sobresaliente en el que se puede naufragar si no se es cauteloso. En el caso de El beso de Judas –obra, por cierto, nacida de un encargo personal a Hare realizado por el actor Liam Neeson– no cabe hablar sino de un resultado un tanto dudoso, atribuible quizás tanto al propio texto original de David Hare como a la adaptación realizada por Nacho Artime. La propuesta de Narros se desdobla hasta tal punto que las dos partes se podrían ver por separado o, incluso, prescindir de una de ellas; en tal opción, sin vacilar, de la primera, dado que el personaje de Wilde transcurre en ese acto sin mayor pena ni gloria, sin mostrar siquiera un ápice de su tan loado ingenio. Es justo señalar que en el segundo acto crecen la calidad y ambiciones del texto, aunque sin llegar a alcanzar en ningún caso lo que nos gustaría –y podríamos– haber visto y escuchado.
El montaje se movió dentro de la más escueta corrección. Sorprendió en algún momento que los personajes no siempre entraran y salieran por el mismo acceso, en lo que pareció una peculiar arbitrariedad de la dirección. En cuanto a los actores, era evidente que el papel estelar se reservaba a Joaquín Kremel, que desempeñó su Wilde con suma dignidad y mejor en la segunda parte que en la primera, aunque a veces le sobró algo de afectación. Juan Ribó como Robert Rose, amigo y también ex–amante de Wilde, desempeñó con soltura su cometido, si bien pecó de cierto nerviosismo gestual. Enrique Alcides –Lord Alfred– resultó todo un exceso de lagrimeos, gritos, ruidos y pataleos, configurando un personaje muy poco convincente y por momentos irritante al que el destino de Judas en la historia le venía tal vez grande. De Luis Muñiz como amante ocasional de Bosie sólo merece apuntarse su generosidad e insistencia a la hora de mostrar sus viriles atributos, en tanto que, por el contrario, Emilio Gómez realizó un solvente papel de maître de hotel, comedido pero suficientemente expresivo.
En definitiva, un texto sencillo y didáctico y un montaje convencional para un asunto que en su momento constituyó un revulsivo social y un escándalo de órdago, también una reivindicación socio-política importante. Es cierto que el paso de los años no perdona, pero con seguridad se hubiera agradecido una reflexión de más calado y alcance para una gran tragedia que, finalmente, quedó reducida a una mera tarde de teatro.

Comentarios

Morgenrot ha dicho que…
Pues mira que la historia da de sí... como para quedarse en una tarde de teatro.

Hace tiempo que no voy al teatro , cuando me gusta muchísimo. Lo último que ví fue el Tenorio, hará un año y medio aprox.

Abordar una histora y un personaje con tantos matices como Wilde no es tarea fácil y quedase en lo meramente aparente es lo que suele suceder. Si los actores , además, no se situan a la altura..., pues es toda una lástima.

Pasa mucho en el cine, pero del teatro, solemos esperar algo más.

Un beso fuerte
Anónimo ha dicho que…
Mi queridísima:
Qué difícil es ver una buena obra de teatro, mucho más que una buena película. El teatro últimente peca de una falta de imaginación escandalosa, hay muy pocos montajes que estén a una altura soportable. Este "Beso de Judas" no ha sido una excepción en el desolado panorama...
Besos.