CUANDO EL SUEÑO SE VUELVE MUNDO

El Palacio de Festivales de Cantabria ha inaugurado propiamente en este fin de semana su nueva temporada de teatro, tras el “aperitivo” que supuso la obra de calle de la compañía francesa “Malabar”, con un estreno no exento de expectación: El guía del Hermitage, obra con texto del peruano Herbert Morote –quien recibió por ella en 2003 el Premio de Teatro Kutxa Ciudad de San Sebastián– y dirección del argentino Jorge Eines –a quien con seguridad se recuerda por la reciente y celebrada El Precio, protagonizada por Juan Echanove y Helio Pedregal–.
No es extraño que la anécdota real que alienta bajo las líneas de El guía del Hermitage inspirara la pieza –en este caso teatral– correspondiente. La figura auténtica del guía ya anciano y enfermo que, inasequible al desánimo inducido por los alemanes durante el largo y penoso cerco de Leningrado, insensible al frío y las privaciones extremas derivadas de una situación de alerta máxima, continuó realizando visitas guiadas del museo cuando los cuadros habían sido ya evacuados del Hermitage por razones obvias de seguridad, es en sí misma conmovedora. La historia de Pavel Filipovich incide en varios aspectos que resultan intelectualmente tentadores: el grado de supervivencia –física y emocional– que puede alcanzar el ser humano mediando las presiones necesarias, el sentimiento de identificación indestructible que se genera en la persona que durante toda su existencia se ha visto asignada al mismo espacio vital, la apelación al sueño cuando el mundo en derredor se torna demasiado hostil, el espíritu de superación de las adversidades en circunstancias límite, la redención por la creación o por el arte. Quién puede cuestionar que la enfermedad y la guerra constituyen los dos caldos de cultivo óptimos para este género de experiencias –quien albergue alguna duda al respecto, que le eche un vistazo al espléndido libro de Vasili Grossman, Vida y destino–, y en el caso particular de Pavel Filipovich confluyen ambas.
Habrá tal vez quien piense, según el célebre aserto de Adorno, que en mitad de las contiendas bélicas sólo es posible el horror y que la sensibilidad está excluida, con lo que una historia como la de Pavel Filipovich carece de consistencia o de sentido. Y sin embargo, esa historia sucedió en realidad, y como ella hubo y hay otras muchas en todos los enfrentamientos bélicos que en nuestro estúpido devenir hemos ido promoviendo. Que la resistencia intelectual e incluso onírico-lírica es el mejor antídoto posible contra la barbarie supone, tal vez, el mensaje más veraz y estremecido de El guía del Hermitage.
En una obra de estas características la economía escénica resulta fundamental. Sólo una puerta y un velo de fondo constituyen el frágil tránsito entre el barroco horror del exterior y el paraíso artificial de las gélidas, vacías estancias del museo. La realidad se ha invertido, se ha pasado al otro lado del espejo: el museo no tiene qué exhibir, mientras el exterior exhibe demasiado. Dos camastros desolados y unas mudas lámparas de aceite; y una tarima para mejor alcanzar los sueños, próxima a una ventana que no existe, y que si existe se llama imaginación. Una iluminación sobria a cargo de Juan Gómez Cornejo y una música que se entrega en breves recortes, inspirada en la célebre Séptima Sinfonía, Leningrado, de Shostakovich, completan la puesta en escena. No se precisa más.
Dada la naturaleza del texto dramático, el punto fuerte del montaje debe residir, como es fácil suponer, en los actores. No resulta extraña, entonces, la elección de uno de los grandes para asumir el papel principal: Federico Luppi, actor que podríamos calificar “de cámara” por lo recoleto de su trayectoria y personalidad, y que llevaba casi una década sin pisar los escenarios, fue el encargado de dar carne a Pavel Filipovich. Curiosamente, Luppi se aparta un tanto de su estilo interpretativo habitual para infundir una expresividad más que notable en las venas de su personaje. Sobreactuando quizá en los accesos de la enfermedad, realizó en cambio una espléndida recreación de la emoción del viejo guía que sabe que lleva sobre sus hombros una enorme responsabilidad: la de mantener en su esplendor el Hermitage aun cuando sabe que en el Hermitage no queda un solo cuadro; porque el arte de siglos custodiado en el museo es el grito civilizado e inmenso con que se neutraliza a los bárbaros. Arropando a Luppi, un ¿secundario? de lujo: Manuel Callau, actor argentino con varios premios a sus espaldas. Callau interpreta a Igor, guardián del museo –él se autotitula “comisario”– que actúa a modo de conciencia, de aldabonazo, de Filipovich cuando éste se aleja demasiado de la tierra; su cualidad de alter ego de Filipovich se subrayará en el final de la obra, cuando Igor asuma el papel de guía que la muerte de Pavel coloca en sus manos. Esplendoroso por momentos, con un tono agridulce sostenido a lo largo de toda la obra, Callau resultó sencillamente brillante. El contrapunto femenino viene representado en la obra por la figura de Sonia, restauradora y esposa de Pavel, vinculada al aparato del Partido. Siendo el suyo quizá el papel más ingrato, por prescindible, realizó Ana Labordeta –bien conocida por sus recientes intervenciones cinematográficas (Soldados de Salamina) y televisivas (Génesis)– una interpretación correcta y sobria aun sin excesos, necesitada tal vez de una pequeña dosis de entusiasmo.
Cuando existen graves dificultades, sólo cabe ceder o superarlas. Cuando el sueño se vuelve mundo la supervivencia está asegurada. El guía del Hermitage es buena muestra.

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