NIÑOS QUE DUDAN

El 25 de agosto de 1900, hace en estos días exactamente ciento siete años, se acababa en Weimar el desamparado cuerpo de Friedrich Wilhelm Nietzsche, con un final tan dionisiaco como trágico, diseñado casi a su medida. Es evidente que un siglo después de aquella fecha, y a la hora de reflexionar sobre cualquier disciplina intelectual que salga al paso, continúa siendo indispensable recurrir a la extraordinaria personalidad del genio alemán –filósofo, poeta, músico, filólogo y tantas otras cosas más– que a los ojos del mundo definió lo que no quiso ser: “ni profeta ni monstruo ni adefesio moral”. El secreto de la permanencia o actualidad (¿fascinación?) de Friedrich Nietzsche radique, tal vez, en su multiplicidad misma. No en vano, él jugaba con ese concepto al declararse, en visión deleuziana avant la lettre, “feliz, por oposición a los metafísicos, de albergar en mí no un alma inmortal sino muchas mortales”.
Dentro del marco de la programación cultural de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo se ha ofrecido esta semana una peculiar revisión de la etapa final de la vida del filósofo, en concreto, en la forma de escenificación del texto teatral de Jaime Romo Demasiado humano. Los últimos días de Friedrich Nietzsche. Humano, demasiado humano es el título, como es sabido, de una de las obras más emblemáticas de Friedrich Nietzsche, escrita a finales de la década de los 70; una obra que rompe con su estilo expositivo habitual para emplearse a fondo en el dardo mortal del aforismo, una obra que contiene algunos de los pasajes más célebres y emotivos alumbrados por el alemán (en particular, dentro de su sección segunda, “El caminante y su sombra”), una obra que constituye, en fin, la antesala de ese libro fundamental y turbador que es Así habló Zaratustra. Demasiado humano, entonces, parece un título adecuado, por sus implicaciones intelectuales, emocionales y experienciales, para abordar un retrato de Friedrich Nietzsche.
El texto de Jaime Romo se apoya en dos ejes fundamentales: por una parte, la propia obra de Nietzsche, que aporta, a partir de algunos de los pasajes y teorías más célebres del filósofo germano, las palabras a su personaje: la voluntad de poder, el superhombre, el eterno retorno, el dios que no sabe bailar, el camello cristiano, la fortaleza de los débiles… Junto a esta parte que toma “prestada”, Romo fantasea con los sucesos que, a su juicio, pudieron rodear los últimos días de la vida de Nietzsche, recluido en la casa familiar bajo la estricta vigilancia de su hermana Elizabeth. Partiendo de la teoría más extendida –aunque no definitiva– acerca del detonante de la locura del filólogo –la visión de un caballo azotado cruelmente por un cochero en las calles de Turín–, Romo ofrece la oportunidad de contraponer dos mundos paralelos: el mundo que sucede tan sólo en la atormentada cabeza de Nietzsche frente al mundo real, el mundo de las ambiciones y de las miserias cotidianas (expresadas por la hermana codiciosa y frustrada y por el ficticio psiquiatra fanático, Moebius), aunque también este mundo sea el de la ternura (encarnado por la vieja nodriza), el de la amistad (en el personaje del fiel profesor Overbeck) y el del amor imposible (que representa Lou Andreas Salomé). La ambientación temporal que Romo propone es en cierto modo confusa, si bien de forma intencionada, en cuanto el autor pretende esbozar una parábola aleccionadora sobre el advenimiento del nazismo –aún lejano–, a la que Nietzsche habría servido como objeto, como escritor manipulado por sus tutores, y la acaparación del poder por parte de sectores sociales paranoides, obsesionados por la pérdida progresiva de la hegemonía germánica y por las ideas de una raza y un nación superiores. Esta ambigua temporalidad se subraya con un excurso de Nietzsche –a nuestro juicio, absolutamente improcedente por lo que abriga de ilusorio– en que el filósofo tiene, con cuarenta años de antelación, una suerte de premonición de los campos de concentración y denuesta duramente a los oficiales de las S.S.
La aportación más personal del texto de Romo tal vez sea el personaje de la criada, Alvina, que ejerce casi de coprotagonista y de claro contrapunto del filósofo en cuanto personaje de pies en tierra, y que sugiere el punto de dulzura y comprensión que falta en el resto de personajes. Con la presencia de Alvina se produce la mutación del gran Nietzsche en el niño Friedrich, haciendo realidad aquella bella sentencia que sugiriera Derek Walcott: “¿Qué son los hombres? Niños que dudan”.
El montaje que del texto de Jaime Romo ha realizado la compañía vasca Traspasos, bajo la dirección de Miguel Gómez de Segura, se hizo acreedora ya en el año 2005 del Premio Lope de Vega de Teatro. De la puesta en escena cabe resaltar la sencillez en la iluminación y en los escasos y angulosos muebles de metacrilato –que inciden en la idea de atemporalidad que quiere transmitir la obra–, aunque no tanto en vestuario –ambiguo, no obstante, como el tiempo escénico–. La música incluye una composición del propio Friedrich Nietzsche.
Es probable que la traducción en las tablas de una personalidad magnética como la de Nietzsche, con sus frases como pedradas, junto a la inserción de unos caracteres quizá un tanto maniqueos y previsibles pero extremadamente funcionales (el médico racista y desquiciado, la hermana reprimida, el colega honesto y amical, la amante idealizada, rica y casquivana, la criada entrañable, el juez vanidoso y venal), que se dividen claramente en dos bandos (los “malos” que quieren apropiarse de la obra del filósofo y los “buenos” que quieren sacarlo del infierno en que se encuentra), hayan favorecido la excelente acogida por parte del público de una obra cuyo mayor mérito, sin duda, reposa en la espléndida caracterización del último Friedrich Nietzsche, verosímil y estremecedor desde un punto de vista físico, intelectual y emotivo (magnífico trabajo el de Alfonso Torregrosa).
La obra se plantea básicamente como una sucesión de diálogos un tanto vodevilescos, ritmo que únicamente se ve interrumpido por los tortuosos soliloquios de Nietzsche y por el desenlace, en que todos los personajes confluyen en escena a modo de tribunal. Es una lástima que unos caracteres tan desproporcionadamente subrayados (Overbeck y el juez son quizá los menos afectados, mientras que los personajes femeninos resultan en verdad melifluos) y a la vez epidérmicamente dibujados, sin tocar hueso, no constituyan un coro adecuado para asistir a la grandeza de un genio que se apaga. Quizá, por otra parte, lo extremadamente ambicioso del tema de la obra y la pretensión de conjugar lo dramático y lo cómico han hecho de este Demasiado humano un producto “muy humano” y desigual que, en todo caso, se deja ver con gusto.

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