EL INFIERNO ESTÁ EN NOSOTROS

El Palacio de Festivales de Cantabria ha ofrecido en este fin de semana la última oportunidad de asistir a su representación. Me refiero a Play Strindberg, la obra de Friedrich Dürrenmatt –basada a su vez en la Danza macabra del dramaturgo August Strindberg–, que el sábado vivió en Santander su emotiva y vibrante función definitiva.
Sobre la obra de Strindberg no cabe sino decir que está en la línea habitual del autor sueco: misógino, enfermizamente desconfiado, inmerso en la pseudociencia de la fabricación del oro y esquizofrénico descontrolado, Strindberg arrastra hasta su obra a dos personajes que traducen sus propias obsesiones sobre las relaciones de pareja. Protagonista él mismo de tres matrimonios bien fugaces, devastados por los celos y la enfermedad, Strindberg recrea la putrefacción de una pareja que ha compartido veinticinco años de odio en una isla; una isla geográfica que es, también, obviamente metafórica. En el momento de escribir Danza macabra (1900), Strindberg acaba de comprometerse con Harriet Bosse, su última esposa, que apenas le durará tres años. Strindberg, pues, nunca tuvo ocasión de experimentar en carne propia el grado de deterioro de un matrimonio de largo recorrido, pero en Danza macabra parecía tener muy claro los vericuetos por los que un vínculo semejante había de discurrir.
Friedrich Dürrenmatt, sesenta y ocho años más tarde, no puede evitar quedar fascinado por Danza macabra. Razones no faltaban; por un lado, la propia enormidad de Strindberg (ya Knut Hansum, otro de los grandes, lo había dicho en su momento: “No hay manera de relacionarse con él... A mí no me importa. A pesar de todo, sigue siendo August Strindberg”); por otro lado, la vigencia temática de una obra que trasciende su propia concepción, por el hecho de no ser meramente coyuntural, sino el reflejo de un conflicto humano cuya primera manifestación se pierde en la nebulosa de los tiempos. A Dürrenmatt sin duda debió de atraerle el absurdo tan inexplicable como eterno de la convivencia y sus prisiones, y desde una perspectiva de escepticismo vital no exento de crueldad y de cinismo auténticamente “perro” (en sentido etimológico), traduce en un texto teatral “remasterizado” –como se dice ahora– las pulsiones insanas de un matrimonio que es uno solo y son todos a la vez; un matrimonio que no puede temer el infierno, porque el infierno está instalado en ellos mismos.
Si lo que Dürrenmatt hace esencialmente es sacudirle el polvo –no el polvo de lo viejo, sino la pátina inevitable y hasta hermosa que deja el curso de los años– a la obra de Strindberg, casi lo mismo puede decirse de lo que hace Lavaudant con el texto de Dürrenmatt. Con el precedente peligroso –peligroso por magnífico– que supone la obra de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Woolf?, aparecida tan solo seis años antes que la de Dürrenmatt (por otra parte, prueba evidente de la atracción que ejercía el tema de la cárcel conyugal en los dramaturgos de su generación), Lavaudant logra en su hermoso montaje que el texto de Dürrenmatt no aparezca como estricta prolongación del de Albee, sino como aportación que merece plena atención independiente mediante el énfasis en sus logros; logros que principalmente pueden sintetizarse en la no banal transposición a terrible comedia de una situación inmensamente trágica: o sea, la risa y la lágrima unidas, que es como decir la más pura y prístina esencia del teatro.
Este tránsito de texto a texto, de concepción a concepción, creo que puede ilustrarse gráficamente si apelamos a la mera comparación entre el montaje de Danza macabra llevado a las tablas en 2004 por Mercedes Lezcano (que también pudo contemplarse por entonces en el Palacio de Festivales de Cantabria), con intervención de José Sacristán, Mercedes Sampietro y Juan Gea, y este Play Strindberg dirigido por Lavaudant (por cierto, al frente desde 1996 del parisino Théâtre de l’Odéon), con Nuria Espert, José Luis Gómez y Lluís Homar. Entre ambos espectáculos media exactamente la misma distancia que la existente entre los dos títulos que ambos toman como referencia; y a ello cabe superponer la sabia dirección de Georges Lavaudant como catalizador definitivo, como vuelta de tuerca añadida a un proceso de evolución de la obra original y su motivo, natural pero no por ello menos sorprendente.
Así pues, excepcional la dirección de Lavaudant, que no puede dejar de subrayarse no sólo por sus méritos propios, sino también por la complejidad de la empresa acometida. Y es que trabajar con tres grandes de la escena, directores a su vez, no es precisamente sencillo. Sin embargo, en todos los casos se daban circunstancias que propiciaban un encuentro exitoso. Lavaudant ya había trabajado con Homar en 2000, en la obra de Pirandello Los gigantes de la montaña; por su parte, Espert ya conocía el ánimo feroz de una mujer con matrimonio en ruinas por su reciente interpretación, junto a Adolfo Marsillach, de la brutal ¿Quién teme a Virginia Woolf? antes mencionada; Gómez, más ajeno a estos entresijos, hacía en este caso de anfitrión, abriendo el Teatro de La Abadía a la catástrofe de Strindberg-Dürrenmatt.
Con la dignidad que posee tan sólo lo grotesco, Edgar Gómez y Alice Espert van desnudando en doce “asaltos” (medida alternativa a los actos tradicionales, y extraordinariamente dinámica en este caso) las miserias de su convivencia. Tras veinticinco años de relación caníbal, han conquistado generosas parcelas de odio y mezquindad a base de frustración y privaciones; una enemistad cordial que se traduce en diálogos concisos y cortantes como el acero. La interpretación de Gómez es sencillamente magistral, con cotas inefables de comicidad. Espert, contrariando esa tendencia suya a pecar en ocasiones de actriz desmesurada, está excelente aquí, con una contención plena de expresividad; imposible no destacar los pasajes en que interpreta “a pelo” la melodía obsesiva de su personaje, la Canción de Solveig del Peer Gynt de Grieg (a partir de la obra de Ibsen) con una intensidad demoledora, en contraste con la farandulera Entrada de los Boyardos de Johann Halvorsen que sin cesar le reclama su marido para poder bailar la macabra danza que le conduce al culmen del desastre. Homar supone el necesario y espléndido contrapunto de la pareja Gómez-Espert, perfecto en su apostura de hombre sin escrúpulos, en una interpretación difícil, por exquisita y contenida, que va creciendo y desplegándose conforme avanza la obra.
La puesta en escena, íntima y con una disposición de elementos impecable, propiciaba el movimiento preciso de los actores. Bien por la plataforma giratoria, bien por la música, bien por la sección en dos del fondo del escenario con las correspondientes proyecciones y bien por la ya citada división en asaltos, aunque la precipitación de los últimos causó una cierta impresión de falta de adecuada resolución de la obra (esto más achacable al texto de base que al montaje). En definitiva: magnífica tarde de teatro.

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