CYRANO INAGOTABLE

Con carácter de estreno ha llegado a la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria una apuesta escénica tan arriesgada como, paradójicamente, intemporal: la representación del casi legendario Cyrano de Bergerac, que en este 2007 cuenta ya con 110 años a sus espaldas y que, sin embargo, se resiste a envejecer. Apenas podía sospechar Edmond Rostand, cuando en 1897 decidió dar vida a ese personaje que llevaba tiempo rondándole por la cabeza (y que en su primera representación en París provocó una ovación tal que los actores hubieron de salir a saludar más de cuarenta veces a un público enfervorecido), que acababa de inmortalizar un carácter que habría de hacerle sombra durante toda su vida y que incluso se prolongaría más allá de sí mismo, dejando de ser un personaje en busca de autor para convertirse en una emancipada ficción de carne y hueso. Y es que la seducción de Cyrano -por otro lado hombre de biografía excepcional, auténtico precursor de Jules Verne- no sólo ha desafiado décadas, sino también todo tipo de traducciones y reinterpretaciones; de modo que no sólo el teatro, sino también el cine o la música han claudicado ante la fascinación del portentoso narigudo: José Ferrer, Jean-Paul Belmondo o Gerard Depardieu han reconocido el talento cinematográfico de Cyrano, y hasta Plácido Domingo ha querido prestarle su voz.
En esta ocasión, otra nueva visión del Cyrano nos llega de la mano de uno de los grandes de la dirección teatral: el multipremiado John Strasberg, probablemente recordado aún en España por el montaje en clave de comedia musical que para el Festival de Mérida realizó en 1999 de la Asamblea de mujeres de Aristófanes. No deja de ser significativo que un director como Strasberg, al que podría calificarse sin hipérbole de revolucionario, se haya fijado –¡precisamente!- en el Cyrano de Bergerac. Y que se haya fijado además como lo ha hecho: intentando rescatar de algún modo el espíritu fresco, hasta naïf, de la obra en sus orígenes, e incluso la propia inocencia de su representación sobre las tablas (la inserción de los personajes entre los espectadores previamente al inicio de la función es una buena muestra), intentando con ello revivificar a un determinado tipo de público: ese público que hoy en día no ha desaparecido sino que, simplemente, se encuentra demasiado saturado de realidad, de cotidianidad, como para conceder espacio a sentimientos menos prosaicos, más puramente emotivos.
En el planteamiento de Strasberg, a través de la adaptación realizada por John D. Sanderson, se concede una importancia fundamental al intrínseco poder de la palabra. Por encima de la ya mítica dualidad del clásico personaje –el hombre feo por fuera y hermoso por dentro que se siente por ello no sólo desdichado, sino también incompleto–; más allá de la mera anécdota de amores alambicados o inconfesos o enmascarados –el tópico triángulo Cyrano/Rosana/Cristián, por no hablar de las penalidades del escarnecido Marqués de Guiche–; mucho más lejos de los anacronismos de situación o narrativos con los que hoy somos indulgentes al percibirlos como propios de su época… es la capacidad de la palabra de trastocar el mundo, de reconducir conflictos, de ennoblecer al Hombre, lo que se perfila como el gran tema –y el gran logro– en el Cyrano que nos presenta Strasberg.
De forma que los brillantes recitados de Cyrano adquieren aún mayor sentido si los consideramos no sólo meros pasajes para estricto lucimiento de un personaje de excepcional elocuencia, sino como fuerza viva que alumbra el auténtico sentido de la trama –lo que es como decir el sentido de la vida, como ocurre siempre en el teatro-. Y es que la palabra –la palabra dialógica– puede conseguir lo que no pueden la sangre o la tradición o la belleza. Así lo evidencia Rosana cuando se acerca hasta el campo de batalla –actitud impensable en una mujer- en respuesta necesaria a las ficticias palabras de Cristián; así lo manifiesta también cuando afirma que no puede resignarse a ser mera Penélope ante las cartas de su amor: la convención y el comm’il faut más arraigados flaquean ante la fuerza arrolladora del discurso. La escena final no es otra cosa que la victoria del lógos: aunque Cyrano muera, el reconocimiento al poder de sus palabras –transfigurado en amor, en el añorado amor, al fin, de Rosana– es lo que permanece, muy por encima de la fugacidad o la arbitrariedad de los acontecimientos.
Semejantes premisas se traducen en escena en un montaje sobrio que no por ello renuncia a un recoleto romanticismo. En el fondo, una serie de telas que van sucediéndose a lo largo de los cinco actos de la obra incorporan los decorados precisos. Una butaca y un arcón adquieren diversas funcionalidades para no sobrecargar de elementos el espacio escénico, por lo demás articulado mediante una sencilla estructura de columnas y soportales que permite el adecuado tránsito de actores. Es de destacar el papel importantísimo de la iluminación –responsabilidad de Juan Gómez Cornejo– en la definición de todos los cuadros, manejada con solvencia y belleza indiscutibles.
El reparto cuenta con un Cyrano de lujo: José Pedro Carrión, auténtico caballero de la escena española; el que fuera Premio Nacional de Teatro en 1990 demostró su magnífico hacer con una versatilidad extraordinaria, lo mismo en su apostura que en su elegante dicción, por otra parte riquísima en registros. Vestido en rojo y negro, como premonitoria encarnación del amor y de la muerte, Carrión imparte en escena una espléndida lección de interpretación, que desarrolla a lo largo de la obra sin desfallecer un solo instante. Carrión se ve bien apoyado en su labor por el resto de actores. Quizá deba destacarse especialmente a Ricardo Moya, bien entonado en su papel de marqués escasamente solemne, y al fiel amigo Le Bret, interpretado por un Alberto Iglesias excepcionalmente atinado y con natural soltura. Correctos estuvieron también Lucía Quintana (Rosana) y Cristóbal Suárez (Cristián), si bien tal vez Rosana resulta un tanto fría en un papel que requiere más pasión.
Al margen de aspectos puntuales que cabe atribuir a la inminencia del estreno –se echó en falta mayor ligereza en los duelos de esgrima o en el dominio del espacio en alguna escena concreta-, y que con total seguridad se depurarán en el curso de dos o tres representaciones, este Cyrano de Bergerac se perfila sin duda como una de las propuestas más dulces y gratas de la programación escénica actual.

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