VEINTE AÑOS NO ES NADA... O SÍ

El pasado fin de semana tuvo lugar la representación de una de las obras teatrales más exquisitas y notables dentro de la programación de primavera del Palacio de Festivales de Cantabria: me refiero al Afterplay del dramaturgo irlandés Brian Friel, a quien la crítica se empeña en identificar casi obsesivamente como epígono del maestro Chéjov.
El título de la obra nos pone ya sobre la pista del tema en que bucea el irlandés: ‘afterplay’ es como decir ‘después de la representación’, y lo que aquí hace Friel es retomar dos personajes de Chéjov (en concreto, a la Sonia de Tio Vania y al Andrei de Tres hermanas) y ponerlos en las tablas veinte años más tarde, cara a cara, para dilucidar qué ha sido de sus vidas. Lo que así planteado puede parecer meramente un guiño de autor, un velazqueño juego de espejos, un tour de force del teatro dentro del teatro, trasciende sin embargo su propio planteamiento para llegar mucho más lejos y convertirse en una pequeña joya escénica cuyo alcance se sale de las tablas.
Sonia, la mujer abnegada que renuncia al amor y a la felicidad permaneciendo junto a Vania, y que se ve postergada por la presencia deslumbrante de su madrastra Elena; y Andrei, el pusilánime esposo de una mujer vulgar –Natasha– que acaba por sustraerle el patrimonio compartido con sus hermanas: estos son los dos personajes que se encuentran, después de veinte años, en un café oscuro y un poco destartalado en Moscú.
Sonia y Andrei comienzan haciendo referencia a los entresijos de sus propios personajes, en un diálogo aparentemente banal y dislocado para el desconocedor del universo chejoviano. En realidad, el encuentro de Sonia y Andrei es un encuentro renovado: ambos coinciden en el mismo café en el que coincidieron en la noche precedente. Este segundo tête-à-tête resulta fundamental en el desarrollo de la trama: si en la víspera Sonia era una mujer exitosa e independiente, y Andrei un concertista renombrado a punto de estrenar una sofisticada versión de La Bohéme, en la noche siguiente ambos quedan al desnudo en sus vidas disfrazadas. Según va progresando el diálogo, entre un humor refinado y una angustia latente, ambos personajes van ocupando su auténtico lugar: Sonia está corroída por las deudas y por el desamor, un poco también por el alcohol; Andrei en realidad es un mísero músico ambulante con un hijo en la cárcel y muy poca comida que echarse a la boca; y los dos son, sobre todo, presas del miedo más atroz. La intensidad –y la belleza– del texto van creciendo por momentos; los personajes de Chéjov dejan de serlo poco a poco para convertirse en tú o yo, en ese Hombre que subsiste con mentiras piadosas hasta darse de narices con un muro, ese Hombre a quien el pánico conduce con mayor celeridad a la catástrofe, ese Hombre que cualquiera de nosotros podría ser según la circunstancia. El sórdido café moscovita no es más que el escenario idóneo para dos vidas descarnadas, cuya única salvación consiste estrictamente en asumirse: y así ocurre en la terrible escena final, tan redentora como implacable.
La intimidad, la delicadeza, la terribilitá de Afterplay, requieren de una mano firme y exquisita. José Carlos Plaza –cuya solvencia ya quedó más que demostrada en Solas– ha sabido plantear un montaje en verdad extraordinario en su depurada sencillez: apelando al negro riguroso en vestuario y en entorno –enfatizando así los rostros, las manos, los contactos furtivos, los objetos– y con tan sólo una mesa y una parca luz encima de ella, Plaza propone un escenario austero y aislado del tiempo, en el que la poesía son las palabras y quienes las pronuncian –también la música ocasional pero oportuna de Mariano Díaz. Blanca Portillo (recientemente laureada con la Palma de Oro en Cannes por su interpretación en Volver) está realmente espléndida en el papel de Sonia, con una expresividad indesmayable a flor de piel. En cuanto a Helio Pedregal (Premio Max en 2001 por su interpretación de Edie Carbone en Panorama desde el puente), fue adueñándose sin pausa de su papel, con una emotividad elegante y tierna, aportando a cada momento más matices a su íntima y brillante interpretación.
Tras la ruidosa irrupción de otras obras con más publicidad que buen hacer a sus espaldas, Afterplay supone un soplo de aire fresco en la programación escénica actual, la recuperación de un texto inteligente, la ocasión de asistir a un duelo interpretativo de primer orden, la oportunidad, en suma, de presenciar una sesión de auténtico teatro y de marcharnos, al fin, con algo entre las manos.

Comentarios

Luis López ha dicho que…
Qué envidia. Gracias por la crítica.
Besucos.
Anónimo ha dicho que…
Gracias a ti por estar ahí. Besos.