JUNICHIRO TANIZAKI. La llave de los límites

El límite, el contraste, han constituido –por razones obvias– una atracción secular para la literatura. Máxime en tiempos y lugares de frontera, en que reflexionar sobre la experiencia de lo liminar es un peligro necesario a la vez que ineludible. La decadencia morbosa y fascinante de lo que queda atrás, frente a la incertidumbre ansiosa y expectante de lo nuevo por llegar, suelen lograr de las obras literarias implicadas un testimonio de maestría. Para Oriente, este ejercicio ha resultado en los últimos tiempos más indispensable que para Occidente; no porque Occidente no lo haya realizado, y bien temprano: ya Orosio reflexionó sobre el antes y el después de los bárbaros en Roma, ese extraño encontronazo de culturas que logró sobrecogerle en su momento. Pero, en general, Occidente mira hacia sí mismo al hablar de transiciones, lo mismo me dan Lampedusa que Huysmans que Spengler que James que otros mil que puedan ocurrírsenos en diferentes épocas y orígenes. Oriente, en cambio, necesita, para hacer balance de sí propio, de la palpación del otro. Junichiro Tanizaki (1886-1965) es, tal vez, uno de los ejemplos más rotundos pero refinados de esa exploración a doble banda. Y, al mismo tiempo, uno de los escritores que mejor han sabido transcender la verdadera naturaleza del contraste para llegar a lo importante, que no consiste por supuesto en señalar la exacta posición del límite, sino su íntima asunción por quien lo vive y hasta su fragilidad. Lo occidental y lo oriental, lo tradicional y lo moderno, lo perdurable y lo fugaz, la luz y la sombra, el amor y la muerte, el vestido y la carne, lo necesario y lo perverso, son líneas que se entrecruzan en las páginas de Tanizaki, levantando sin cesar barreras perfectamente franqueables. La novela La llave, escrita originalmente en 1956 y recién aparecida –por vez primera en castellano– en Muchnik Editores, es una muestra excelente de este mosaico de contradicciones interdependientes. La llave se presenta como novela en forma de diario, que aborda con suma elegancia una erótica matrimonial un tanto decadente, transida de una intriga y una degeneración lindantes con la perversidad. “La llave” en cuanto objeto físico es el etéreo desencadenante de toda la trama, a pesar de lo casi imperceptible de su protagonismo en la novela; y, desde luego, es el símbolo evidente de las puertas que se abren, del camino que se emprende y del recorrido que pudiera llegar a realizarse. Una sugerencia tan leve y condensada como un haiku. El tratamiento de lo erótico no es nuevo en Tanizaki, aunque en La llave se haga tal vez más obsesivo que en otras muchas de sus obras. En Amor de un tonto y en Diario de un viejo loco se perfila el dibujo de hombres que, bien por renuncia o por propia imposibilidad, no tienen acceso a la sexualidad. En Hay quien prefiere las ortigas, una de sus mejores novelas por su sutileza, riqueza de temas y construcción, Tanizaki contrapone las diferentes categorías del sexo de ocasión (encarnado en la belleza salvaje y oscura de Louis), el sexo matrimonial (ajado y triste, entre Kaname y Misako, a punto de divorciarse) y el sexo “de contrato” bendecido por la tradición (el caso del anciano padre de Misako, emparejado con una joven geisha). La llave pone ante los ojos del lector un matrimonio apático como el de Kaname y Misako, pero de mayor disparidad: Ikuko, una mujer rígidamente educada en la tradición, detesta las pretensiones maritales de su esposo –profesor universitario, menos inhibido pero un tanto disminuido en su capacidad– relacionadas sobre todo con la desnudez; porque Ikuko no permite a su marido que le vea ni un centímetro cuadrado de su piel, y siente además una profunda repulsión ante sus peticiones al respecto. En La llave, este conflicto se soluciona pasando por el alcohol y el engaño. Ikuko es embriagada por su esposo y finge al tiempo no darse cuenta de cómo él la observa y la expone desnuda ante una luz eléctrica extraordinariamente intensa. La fascinación del profesor por la carne descubierta y sedada de su esposa, más que por el acto sexual en sí mismo, tiene ribetes psicológicos que recuerdan la perversión elegantísima de aquella casa de las bellas durmientes del Nobel Yasunari Kawabata, el enigmático prostíbulo donde se ofrecen muchachas narcotizadas y desnudas a la contemplación y al tacto, nunca al sexo, de los ancianos pagadores.
Esta situación es posible únicamente, claro está, en un contexto tan civilizado como decrépito. El sexo es necesario en los procesos de expansión y plenitud, menos preocupados por la cultura que por la dominación; la sensualidad se reserva a los periodos refinados y en vías de desaparición. La Europa del siglo XVIII es una excelente muestra de esa entrega intelectual al festín de los sentidos, que por otra parte está, en lógica coherencia, destinada a hermanarse con la muerte y el desastre: como bien sabemos, Sade o Laclos (con cuyo Las relaciones peligrosas está el espíritu de La llave remotamente vinculado) dan término a sus juegos con devastadores –y casi proféticos– efectos. Difusa es –de nuevo– la línea que separa la muerte del amor. El Este no es ajeno a ese llamado inevitable del tiempo y la cultura; aunque tenga lugar con posterioridad, en el tránsito de los siglos XIX al XX. Existe, sin embargo, una diferencia fundamental y turbadora: en Oriente, el sistema en decadencia no se ve sustituido por otro nuevo alumbrado en su seno, sino que éste proviene del exterior. Y el contraste entre ambos sistemas no se hace explícito en sí mismo, como suele ocurrir con las locuaces miserias occidentales, sino que se expresa metafóricamente mediante las evoluciones intangibles de la luz. Para el viejo Eguchi de La casa de las bellas durmientes, es “en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba, como Kazuo Ishiguro ha sabido perfilar poéticamente –aun con intencionado sesgo político– en Un artista del mundo flotante. En La llave, lo agresivo de la cegadora luz del flexo frente a la resignada discreción de las antiguas lámparas de estilo, cubiertas además por una sobretela, incide en esa idea de invasión aséptica, indeseada y ultrajante. La escena no es casual. Ya en otras obras de Tanizaki había sido el de la luz un tema recurrente. El insinuante final de Hay quien prefiere las ortigas, en la más oscura de las estancias de la casa –dispuesta por la geisha del anciano–, aderezado con el fortísimo erotismo de las mosquiteras que luego explotará Mishima (hechas memorable símbolo del adulterio en El templo del Pabellón Dorado), supone el rendido reconocimiento por parte del joven Kaname, y tras muchas reticencias, de la tradición. Para Tanizaki, el seductor límite entre las culturas de Oriente y Occidente siempre vino marcado por una evidente distancia en el empleo de la luz. Ello se hace patente en una de sus obras menos mencionadas –a pesar de ser texto de culto entre restringidos círculos devotos–, con seguridad por su formato más próximo al ensayo: el Elogio de la sombra. Curiosamente, este breve tratado de estética retoma muchos de los temas que daban cuerpo a la trama de Hay quien prefiere las ortigas: la estridencia del Kabuki frente a la modestia del No, la sombría belleza de las lacas decoradas, la necesaria oscuridad en las estancias orientales (sobre todo en las más íntimas), la apagada presencia del austero tokonoma en la casa japonesa, el atractivo de las tonalidades suaves en gastronomía... El Elogio de la sombra es, por tanto, una vez más, una mirada detenida en la contemplación del límite. Sin embargo, se aprecia en el autor un cambio radical de perspectiva. En Hay quien prefiere las ortigas (escrita entre 1928 y 1929) el protagonista es un joven partidario de las moderneces occidentales, exactamente igual que el propio Tanizaki despreocupado y bohemio, lector de Baudelaire y Wilde, afincado hasta poco tiempo atrás en la avanzada Tokyo. Sólo cuatro años más tarde, en 1933, Junichiro Tanizaki “sienta la cabeza”, y ya instalado en Kyoto-Osaka (emblema del Japón más reaccionario), escribe el Elogio de la sombra. Para entonces, el escritor cuenta con cuarenta y siete años, y se expresa en términos idénticos a los del “anciano” cincuentón (así es calificado) de Hay quien prefiere las ortigas. La perversidad y la complacencia en las ruinas han desaparecido, y sólo resta el contorno nítido de un límite: el trazado por la luz contra la sombra. En La llave, un Tanizaki de setenta años medita con el cuerpo de un hombre de cincuenta y seis acerca de su propia debilidad en la frontera, de lo indefinido de sus posiciones entre el Este y el Oeste; se deja acunar entre el instinto y la razón. Entretanto, Ikuko, la remilgada esposa intransigente, va al encuentro de su amante en un moderno hotel de Tokyo; al despedirse del esposo, el destello de una joya occidental se recorta en su piel color de luna.

Comentarios

Miembros ha dicho que…
Hola Ana:

Leí su texto con especial interés, buscando en la web info. sobre La Llave, me he topado con su artículo, que en verdad me abrió caminos hacia otras obras y autores, muchas gracias por compartir su fina crítica literaria.

Con admiración: Rafael Ríos.
Anónimo ha dicho que…
Estimado Rafael:

Gracias a usted por aus generosas palabras. Es cierto que la literatura oriental siempre me ha fascinado. Le conduzco interesadamente hasta este otro texto: http://hablemosdvictorias.blogspot.com/2008/02/porcelana-negra.html

Saludos cordiales.
www.severaemancipacion.blogspot.com ha dicho que…
Interesante publicación.

Te comparto mi blog: www.severaemancipacion.blogspot.com

Saludos desde el sur de Chile...

Carlos...
Anónimo ha dicho que…
Muchas gracias por tu enlace, Carlos. Te visitaré.
Anónimo ha dicho que…
Hola:

me han parecido unas ideas muy interesantes. Estoy haciendo un trabajo universitario sobre "La llave" y me han dado varias pistas. Sólo un apunte, Ikuko, la mujer del protagonista de "La llave" se encuentra con su amante en un hotel de Osaka, no de Tokio.

Saludos

Enrique Gil
Anónimo ha dicho que…
Gracias por su apunte, estimado Enrique. Bienvenido a esta casa.